De las trece temporadas que duró la trayectoria profesional de Andy Roddick, ningún año se puede comparar al 2003. Concretamente, al verano de aquel calendario sublime, donde el estadounidense conquistó la triple corona norteamericana: Canadá, Cincinnati y el US Open.
A estas altura ya conocéis lo mucho que me gusta trastear en la historia y sus efemérides, rescatando esos relatos del pasado que merecen ser contados de nuevo. Hoy me apetece hablar de lo que hizo un chaval de 21 años en el verano de 2003, totalmente poseído por un espíritu campeón con el que inclinó a casi todos los que le retaron durante los meses de julio, agosto y septiembre. Tantas victorias, acompañadas de grandes títulos, aclamaron a Andy Roddick como el futuro gobernador del circuito masculino, una etiqueta que no le hizo ningún bien, aunque la explosión de Federer terminaría siendo la causante principal de sus lamentos. El suizo, que pasó por un túnel similar al conquistar Wimbledon ese mismo verano, no supo darle continuidad a su éxito debido a la difucltad de coger tan pronto los galones del despacho, oportunidad que aprovecharía encantado el estadounidense.
Nacido en Nebraska en agosto de 1982 y profesional desde la temporada 2000, Andy Roddick fue uno de esos talentos que no necesitaron mucho tiempo para instalarse en la élite. ¿Quieren un ejemplo? El curso 2003 lo arranca siendo Nº10 del mundo y lo termina siendo Nº1. Aquel ascenso meteórico se sustentó en un récord de 72 victorias y 19 derrotas, balance del cual extraemos un total de ocho finales disputadas, ganando seis de ellas. Venga, las repasamos:
- Finalista ATP 500 Memphis
- Finalista ATP 250 Houston
- CAMPEÓN ATP 250 St. Polten
- CAMPEÓN ATP 250 Queen’s
- CAMPEÓN ATP 500 Indianapolis
- CAMPEÓN Masters Series Canadá
- CAMPEÓN Masters Series Cincinnati
- CAMPEÓN US Open
En cuanto a los Grand Slams, solamente falló en Roland Garros, donde se vio sorprendido en primera ronda frente al armenio Sargis Sargsian, número 67 mundial. Se vengaría haciendo semifinales en el Open de Australia –perdió ante el alemán Schuettler–, repitiendo semifinales en Wimbledon –cayó ante el futuro campeón, Federer– y sobre todo amarrando el trofeo en el US Open, lugar donde puso el broche de oro a un gira inolvidable. ¿El motivo de este arrebato ganador? De entre muchos factores, la contratación como entrenador de Brad Gilbert al inicio de la gira de hierba tuvo bastante que ver.
EL HOMBRE QUE MULTIPLICÓ SU CONFIANZA
Su primer torneo juntos se resolvió con un título en Queen’s. Luego vendrían las semifinales de Wimbledon. Hasta que por fin llegó el verano norteamericano de pista dura, donde no hubo manera de pararles. En total fueron 27 victorias en 28 partidos disputados. Jugó cinco torneos y ganó cuatro, solamente Tim Henman encontró la fórmula para vencerle en semifinales de Washington, evento previo al de Canadá. Allí el británico le remontó (1-6, 6-3, 7-6) para dejarle una espinita clavada en su raqueta, aunque este inglés iba a traerle grandes noticias al de Nebraska en un futuro próximo.
En Montréal, la primera punta del tridente titular, Roddick empieza perdiendo el primer set ante Xavier Malisse y termina arrasando a David Nalbandian en la final. Solo Federer en semifinales –un partido donde el suizo se jugaba convertirse en Nº1 del mundo– le llevó hasta el precipicio, pero ni siquiera el genio de Basilea podría estropear el verano de nuestro protagonista. De ser el número 7 del mundo pasó a ser el número 4. Después de ganar su primer título de Masters Series tocaba resetear, hacer maletas y poner rumbo a Cincinnati, en busca del segundo.
En Ohio, al contrario que en Canadá, no se toparía con ningún top25 en su camino, aunque eso no representó la verdadera dificultad del cuadro. Nombres como Ivan Ljubicic o sus compatriotas James Blake y Mardy Fish fueron las principales amenazas de Andy, aunque desafortunadamente para ambos, todavía estaban muy lejos de alcanzar su estatus. Aún así, Fish fue quien de verdad le llevó al límite, llegando a tener varias pelotas de partido en la final. No le tocó o no lo quiso el destino, yo qué sé. Su gran amigo Roddick, con el que había convivido bajo el mismo techo en sus años tiernos, le arrebató el sueño de ganar Cincinnati. Con el segundo Masters Series en la mano, ya podrán imaginarse la reacción de la prensa local, un peligro a evitar por parte del hombre que llegaría a Nueva York como principal baluarte.
“Ahora mismo no estoy pensando en esto, creo que todo lo que ha sucedido este verano queda inmediatamente descartado cuando comienzas un torneo de Grand Slam. Mi entrenador me lo puede decir: él también tuvo una vez un gran verano, luego acabo perdiendo en primera ronda del Grand Slam. No sé, no significa mucho para mí. Por supuesto que estoy feliz con el verano que he tenido hasta ahora, pero en estos momentos necesito reagruparme, relajarme y prepararme para un torneo que será complemente nuevo e independiente del resto”, afirmó A-Rod en aquella rueda de prensa.
Una vez llegó a Flushing Meadows, la primera mala noticia –o tal vez no– se la daría el sorteo del cuadro. En primera ronda se enfrentaría a Tim Henman, el único hombre que le había vencido en sus últimos 21 partidos. ¿Puerta grande o enfermería? Roddick se tomaría la venganza en sets corridos (6-3, 7-6, 6-3) para ya no soltar el timón del torneo en aquella dos semanas mágicas. Tras obrar el milagro de remontar en semifinales dos sets abajo ante Nalbandian –sí, otra vez David– fue tal el impulso con el que afrontó la final que Juan Carlos Ferrero apenas encontró espacios para refugiarse en aquella tormenta de 23 saques directos y 89% de puntos ganados con primer servicio. Ahora sí, la obra estaba completa, el triplete norteamericano era suyo. ¿Y el futuro también?
“No puedo creer que esté aquí sentado dando una conferencia de prensa como el campeón del US Open”, confesó luego ante la prensa, incapaz de bajar a la tierra. "Simplemente no puedo imaginar mi nombre en el trofeo del US Open, esto es más de lo que podría soñar. En estos momentos estoy absolutamente incrédulo por lo que pasó, estoy un poco sorprendido, supongo que dentro de un par de días podré explicarlo todo un poco mejor. Uno siempre tiene miedo de lo que digan o escriban de ti, de lo que dirán si fallas. No quiero hablar del futuro, ahora mismo solo sé que soy un jugador bastante bueno y acabo de ganar un Grand Slam. Voy a dar mi mayor esfuerzo y ya veremos lo que pasa”, concluyó.
VEINTE AÑOS DE LEGADO MALDITO
En una de las épocas más abiertas del tenis masculino –los últimos ocho Grand Slams habían sido percibidos por ocho jugadores diferentes–, Andy Roddick era uno de los más firmes candidatos a ordenar aquel enredo. Curiosamente, de nuevo Tim Henman sería protagonista en su camino, venciéndole en semifinales del Masters de París-Bercy, aunque aquella ronda era suficiente para que el oriundo de Omaha escalara hasta el pico más alto del tenis. A sus 21 años, llegó como Nº1 del mundo a la Copa Masters, donde Federer sacaría antiguas cuentas para cobrarse su venganza. No importaba, ya que nadie le arrebataría el placer de acabar la temporada 2003 como el mejor jugador del planeta.
La hazaña de aquel verano –Canadá, Cincinnati, US Open– solo la había firmado un jugador en toda la Era Open (Patrick Rafter, 1998) y solamente uno más se uniría a esta lista (Rafa Nadal, 2013) hasta el momento de redactar este artículo. Se quedó cerca Andre Agassi en 1995, pero falló en la última casilla perdiendo la final de Nueva York ante Pete Sampras.
En lo que se refiere al tenis estadounidense, lo conseguido por Andy fue mutando con el paso del tiempo en una pesadilla. En el momento en el que A-Rod conquistaba la Gran Manzana se cumplía un año del último Grand Slam de Pete Sampras, aunque nadie se lo imaginaba. Se cumplían también ocho meses del último Grand Slam de Andre Agassi, ¿pero quién podía saberlo? Nadie podía imaginar que aquel sería el primer y el último Grand Slam de Roddick. Nadie, absolutamente nadie, podía imaginar que pasarían veinte años sin ver a un hombre estadounidense ganando un major en categoría individual. Quién sabe, quizá dentro de tres semanas veamos terminar este mal de ojo que dura ya dos décadas. Hará falta un buen conjuro, desde luego.