La carrera de James Blake (Nueva York,1979) está llena de grandes momento de éxito dentro de la pista. Finalista de la Masters Cup, campeón de Copa Davis o alcanzar el Nº4 del ranking fueron algunos de sus mejores logros, pero fue precisamente dentro de la pista donde estuvo a punto de perderlos. Antes de esta serie de triunfos, el estadounidense tuvo que superar algunos obstáculos que la vida le fue poniendo en sus primeros años en el circuito. Uno de los más angustiosos sucedió en ella primavera de 2004, un día después de caer eliminado en el Masters 1000 de Roma, durante un entrenamiento con su buen amigo Robby Ginepri. Tenía 24 años, iba camino de convertirse en uno de los tenistas referentes del circuito, pero el destino quiso dejar su carrera pendiente de un hilo.
Antes de ir al grano, vamos a bordearlo. Por aquel entonces, James Blake venía de una temporada cargada de dudas, un 2003 donde su proyección y las expectativas con su tenis estaban muy por encima de la realidad. Pese a que ya rondaba el top25, los grandes resultados no llegaban. Tal era la necesidad de dar un cambio que terminó el curso rapándose la cabeza, un momento simbólico que le hizo perder mucho dinero pero que le ayudó a liberarse de ciertas ataduras. El cambio tampoco terminaría de llegar en los primeros meses de 2004, llegando a Roma con un balance de 13-9. Precisamente, sería en el Foro Itálico donde recibiría una dolorosa remontada en primera ronda ante Jiri Novak, contrastando lo difícil que se le estaba haciendo cargar con la presión de ser un potencial top10. Al necesitar partidos en tierra batida, Blake decidió quedarse el resto de semana en Italia, buscando entrenamientos de primer nivel para mejorar sus prestaciones.
Ese mismo jueves, su entrenador Brian Barker pactó un entrenamiento con Robby Ginepri, uno de los mejores amigos de su pupilo dentro del vestuario. Después de un rato peloteando, ambos jugadores comenzaron a jugar un set, un set que Ginepri no pudo cerrar debido a las precipitaciones. Cuando se marchó la lluvia, sin necesidad de arreglar la pista, reanudaron el parcial en el punto más caliente. Jamás, ni por una milésima de segundo, pudo pensar Blake lo que le tenía reservado la vida apenas unos segundos después.
Un acto reflejo que casi acaba en drama
“Volvimos a la pista, con bola de set a favor de Robby. Aquel podía ser el último punto, así que empezamos a castigarnos de un lado a otro de la pista. Después de algunos buenos golpes desde el fondo, parecía que él iba a conectar un revés, pero en el último segundo cambió el gesto e hizo una dejada. Todo el mundo que me conoce sabe lo mucho que odio que me hagan dejadas, incluso en los entrenamientos, pero en ese momento salí corriendo con todas las ganas, directo hacia la red. Una vez allí, estiré la raqueta para devolver la pelota, pero la bola tocó la red y acabó botando casi en el pasillo de dobles. Mi reacción fue estirar todavía más la mano, deslizándome hasta la bola, pero mis pies se quedaron atrapados en la arcilla. Salí propulsado directamente contra el poste de la red y, de manera instintiva, giré la cabeza y me choqué con el cuello. Desde ese momento, lo único que recuerdo es estar desplomado en el suelo”.
Aquel momento quedaría grabado para siempre en la menta de James y sería detallado años después en su autobiografía (Breaking Back), la cual recomendamos. Dicho esto, seguimos con la crónica. “Todos sabemos que nuestra suerte puede cambiar en un pestañeo, pero es imposible reconocer ese momento. Lo último que yo podía esperar cuando salí aquel día a la pista era la posibilidad de que sucediera una catástrofe. Pero ocurrió, allí estaba tirado en el suelo, sin saber qué iba a pasar después. Intenté hacer un análisis de la situación, pero mi mente estaba en otro lado. Estaba desconectado del mundo exterior, en un umbral más allá del dolor. No llegué a desmayarme, pero me quedé con los ojos cerrados, la oscuridad me consolaba en ese instante. En el fondo de mi subconsciente, yo sabía que había tenido una lesión muy fea, sabía que al abrir los ojos me esperaba una realidad muy dura a la que enfrentarme. Así que preferí quedarme un rato con los ojos cerrados”, recuerda el de Yonkers.
“Gradualmente, empecé a escuchar voces a mi alrededor: ‘¿Estás bien, James?’. Tanto mis pulmones como el diafragma parecían apagados. ‘Me cuesta respirar’, dije con dificultad. Sentí varias manos por todo mi cuerpo, ni siquiera era consciente de que estaba tumbado boca abajo. Unas manos fuertes me cogieron y me dieron la vuelta de un golpe. Abrí los ojos, miré hacia arriba, allí solo estaba el cielo. De repente, una cara apareció en mi campo de visión con la impresión de estar alucinando, era Brian. De repente todo me vino a la mente: estaba en Roma, en una pista de tenis, donde acababa de golpearme la cabeza con el poste de la red. Poco a poco fui sintiendo dolor en la parte trasera de mi cuello, iba haciendo un dibujo mental de las vértebras, imaginando esos primeros discos que conforman la columna vertebral. El dolor era insoportable y era peor a cada segundo que pasaba. Estaba en pleno ataque de pánico por no poder respirar bien, así que mi mente empezó a crear diferentes fotogramas, como el de una mesa de operaciones o el de una silla de ruedas”, añade sobrecogido por el momento.
El relato continúa y, pese a que tan solo fueron unos segundos, la cabeza de Blake no paró de generar nuevos pensamientos. “Necesitaba oxígeno de manera inmediata, cada vez que intentaba hablar me ponía peor. Brian llamó a la ambulancia, mientras Robby y su entrenador empezaron a apretarme diferentes partes del cuerpo para ver mi reacción. Gracias a Dios, podía sentirlos. Sin saber por qué, me vino a la cabeza un fragmento de ‘El jovencito Frankenstein’ donde dos chicos están cavando en un cementerio por la noche y uno le dice a otro: ‘Podría ser peor, podría estar lloviendo’. En ese momento de la película, el cielo se abría y salía el sol. En mi caso, los chicos se dedicaron a taparme con toallas y ropa seca. ‘No te muevas, todo va a salir bien, aguanta un poco más’. Escuchando sus frases, me sentía como el típico héroe de una película de guerra que está a punto de morir y todos sus amigos le dicen que se calme, que todo saldrá bien. ¿Estaría realmente en esa situación? En ese momento estaba demasiado exhausto para responder, solo tenía temblores fríos”.
Dos hospitales, dos doctores, dos diagnósticos
Hora y media después del accidente, finalmente la ambulancia llegó a la pista. “Un equipo de paramédicos entró en la pista, me pusieron un collarín y me subieron a una camilla. Mientras me llevaban, Robby no dejó de lado su gran sentido del humor: ‘Vale James, ¡te veo luego en la cena!’. Una pena que no pudiera ver la sonrisa en mi cara. Esperaba que me llevaran corriendo a un hospital privado, pero el protocolo en Italia ordenaba enviarme primero a uno público. Estaba con Brian a mi lado, en la parte trasera de la ambulancia, camino a un hospital que no me inspiraba ninguna confianza. Todos sabemos que los edificios antiguos es uno de los encantos de Roma, pero no cuando necesitas un médico urgente. De repente, estaba en un lugar que parecía el Coliseo”, comenta con sarcasmo en su libro. “Una vez dentro, mandaron a Brian a la sala de espera y a mí me metieron en un box. Ya no estaba tan desorientado, pero me sentía en un territorio inexplorado. A mi alrededor, todo el mundo hablaba italiano, no tenía ni idea de qué estaba pasando, si iba a estar ahí durante horas o vendría alguien en pocos minutos. Por primera vez, me vino a la mente la pregunta que más había luchado por evitar: ¿Podré volver a jugar al tenis algún día?”.
Pese a que la situación estaba más o menos controlada, Blake confiesa el miedo y la incertidumbre que pasó en las siguientes horas de consciencia. “Finalmente me llevaron a una sala donde un especialista empezó a hacerme radiografías de mi cuello y de mi espalda. Después me llevaron a una habitación privada, donde estaba Brian. Ver una cara familiar fue reconfortante. De la camilla me movieron a una mesa y el médico empezó a evaluar mi condición. En ese intento de levantamiento sentí tal dolor en mi cuello que tuve que pedirle que me tumbara de nuevo. Antes de irme, me dijo que en un par de meses estaría bien. ¿Ya estaba, eso era todo? Brian me miró con esa mirada que él ponía después de cada victoria, como si pudiésemos conquistar el mundo juntos. Dos meses de parón, para lo que parecía un cuello roto, era un alivio temporal”, pensó el número 43 del mundo por aquel entonces.
Sin embargo, en medicina siempre es importante tener una segunda opinión, sobre todo en lesiones tan serias. “Minutos después, un doctor un poco más mayor entró en la habitación. En sus manos llevaba las radiografías. Las puso en una pantalla y me habló en un inglés muy básico. ‘Tienes solosis’. Miré a Brian y ambos miramos al doctor sin saber qué quería decir. El doctor se llevó la mano al cuello y repitió: ‘Solosis, la columna está doblada’. Lo que realmente quería decir era escoliosis, algo que efectivamente empecé a sufrir desde que tenía 13 años. Al parecer, tenía una vértebra facturada, lo que no sabíamos era si también tenía otra en la espalda. Mi preocupación estaba clara:
- – “¿Pero estaré bien en dos meses, no?”
- – “¡No, no! Al menos un año”
La respuesta de la ATP
En ese momento, los planes de James volvieron a teñirse de negro. “Aquello fue demasiado para mí. Aquellas conclusiones en un inglés incomprensible, sumado a la poca confianza que me generaban estos doctores, nos hizo tener muchas dudas”, valora el jugador, quien pronto recibiría buenas noticias de la empresa para la que trabajaba. “Gracias a la ATP pudieron destinarme a un hospital privado mucho más moderno, donde me hicieron más pruebas específicas. Entre visita y visita tuve tiempo para hacer algunas llamadas, mejor contárselo a mis padres antes de que se enteraran por otro lado, aunque con la mínima información. El médico del nuevo hospital me confirmó que no tenía ninguna vértebra fracturada en la espalda, solo una en el cuello. Era optimista, pero me pidió quedarme quieto durante varios días, sin moverme de la camilla hasta el domingo. La situación era miserable teniendo en cuenta el fuerte olor que empezaba a desprender debido al sudor de la ropa que llevaba”, comenta el neoyorquino con su habitual sentido del humor.
Pero el gesto de la ATP iba a perder valor cuando James descubrió la segunda parte del plan. “La frustración fue todavía mayor cuando me enteré que aquel médico formaba parte del torneo, de hecho, había aparcado mi caso hasta el domingo para poder asistir a las semifinales y a las finales. Darme cuenta de eso me enfureció todavía más”, confiesa con amargura, aunque no estaba solo. “Lo único bueno de toda esta situación era tener a Brian conmigo, intentando sacarme una sonrisa hasta en los peores momentos. ‘¿Sabes qué, James? No importa lo que suceda de ahora en adelante, lo has hecho genial hasta aquí. Pase lo que pase, tienes un montón de gente a tu alrededor que te quiere y que estará contigo hasta el último momento’. Esa frase me hizo recordar lo que dijo Arthur Ashe después de ser diagnosticado de VIH: ‘Si pensara ‘¿por qué a mí? sobre las cosas malas que me ocurren, tendría que preguntármelo también sobre las cosas buenas’. En ese momento decidí apartar todos los pensamientos negativos y afrontar el accidente de la mejor manera posible”.
La figura de Brian Barker merecería un artículo aparte y no solo por el papel que jugó en este accidente. Juntos desde que Blake tenía once años, el entrenador se había convertido en una persona imprescindible en la vida del tenista, un amigo de verdad que siempre estuvo a su lado, sin importar los resultados que se dieran en la cancha. Sería el propio Brian quien convencería a los médicos para que les dejaran marcharse del hospital y continuar la rehabilitación en casa, en Estados Unidos, con los suyos. Eso sí, forzando lo menos posible el cuello.
Calma después de la tormenta
“Nadie en el hospital pensaba que aquello era una buena idea, incluso el médico del torneo me suplicó que no me fuera, pero la realidad es que ellos tenían muy poco que hacer por mí. Conseguí levantarme, colocar mis piernas al borde de la cama y ponerme en pie gradualmente. El impacto de cada paso me generaba un dolor insoportable a través de mi espina dorsal. Prácticamente, iba pegándome por las paredes por si perdía el equilibrio en cualquier momento. Brian, como siempre, vigilaba cada paso. Una vez en el exterior, nos subimos a un coche y nos fuimos al aeropuerto. Allí me recibieron con una silla de ruedas para llevarnos a la zona de embarque”, explica James sobre sus últimas horas en Italia.
Pasado el susto, ahora solamente había que esperar, tener paciencia y no desesperar. “El vuelo de Roma a Nueva York dura unas nueve horas, pero esa vez parecieron muchas más. Después del shock de la lesión, el caos de los hospitales, los diagnósticos contradictorios y mi insistente salida al aeropuerto, por fin tuve un momento para mí, para darme cuenta de la repercusión de todo aquello. Durante el vuelo pensé en mi carrera, todo el esfuerzo que había puesto para mejorar, incluso me pregunté si mi última estancia en una pista sería aquel set frustrante ante Ginepri en un entrenamiento. Pensé en lo rápido y lo aleatorio que fue el accidente. En toda pista de tenis hay dos postes en la red, pero nunca había escuchado de nadie que fuera embistiéndolos. El collarín me alivió un poco el dolor, tenía tanto miedo de que la lesión se agravara que apenas bebí un trago de agua en todo el vuelo por miedo a tener que ir al baño. Simplemente me quedé sentado, a solas con mi pensamiento, feliz de haber conseguido estar de vuelta en casa”.
Llegados al último párrafo, me encantaría decir que a partir de aquel momento todo fueron buenas noticias para Blake, peso estaría mintiendo. Durante los dos meses de rehabilitación que necesitó, el estadounidense tuvo que lidiar con el fallecimiento de su padre por un cáncer de estómago insalvable. Su regreso a las pistas no fue sencillo, apenas pudo disputar tres torneos entre julio y noviembre, afectado por una rara enfermedad llamada ‘culebrilla’, un herpes que afectaba al sistema nervioso, dejándole paralizado parte del rostro hasta nublarle la vista. Lo pasó mal, pensó en dejarlo todo, pero la respuesta volvía a estar ahí delante, donde siempre, en la pista. Meses después, fuera ya del top100 por su inactividad, una wildcard en el US Open 2005 le serviría para recuperar la sonrisa, para construir el camino que le llevaría hasta su mejor versión posible. Después de tumbar a Rusedski, Andreev, Nadal y Robredo, el norteamericano se encontró con Andre Agassi en los cuartos de final. Le ganó el primer set. También el segundo. El resto pertenece a otra historia.