Dice la leyenda que hubo una época en la que Roger Federer no era el Roger Federer que conocemos actualmente, una etapa en la que rompía raquetas, tiraba partidos y maldecía en voz alta. Por suerte para nuestra sensibilidad –y para su imagen– apenas existen pruebas gráficas de estos acontecimientos, aunque nadie duda que fueron reales. Antes de vivir el desenlace de este Miami Open 2022, hoy rescatamos algunos de los episodios más controvertidos del suizo, destacando especialmente los protagonizados en la antigua sede de Crandon Park.
Marzo de 1999. Después de encadenar un par de cuartos de final en Marsella y Rotterdam, Roger Federer se gana una WC para disputar su primer cuadro final en un Masters Series (los actuales Masters 1000). El suizo tiene 17 años, es el #125 del ranking ATP y el sorteo le empareja en primera ronda con Kenneth Carlsen, diecinueve puestos por encima. El danés se encargará de amargarle su debut en el Ericsson Open (el actual Miami Open) por un marcador ajustado (7-5, 7-6) donde el helvético rema en los dos sets para terminar muriendo en la orilla, aunque no se le ve especialmente motivado, como si no valorase la oportunidad. Pese a la derrota, parece que el sabor de boca es positivo, hasta que llega a rueda de prensa y suelta una bomba:
“Sinceramente, me estaba aburriendo en la cancha. Por eso no mostré ninguna emoción, ahora mismo necesito descubrir qué es lo mejor para mi tenis”.
Como cualquier adolescente de su edad, Federer afronta ese momento donde no sabe muy bien lo que quiere, ni siquiera sabe el tesoro que tiene entre manos, aunque no tardará en descubrirlo. El helvético, que llevaba trabajando con un psicólogo particular desde que tenía 17 años, no termina de encontrar el equilibrio que necesita para expresarse dentro de la pista. Aquel trabajo con Christian Marcolli no daba resultados, hasta el punto de ser a veces contraproducente, sacando una versión del suizo demasiado tranquila para la competición, rozando casi el letargo. A finales de aquella temporada es el propio Roger quien toma la decisión de prescindir de sus servicios, entendiendo que ya no tiene más que aportarle.
LUNDGREN ARMA EL PUZZLE
Tras un par de años fogueándose en el circuito con experiencias de todo tipo, Federer aterriza en 2001 con ganas de dar el gran salto. Ahora tiene 19 años, ya está en el top30, aunque todavía no sabe lo que es ganar un título. Necesita subir un escalón y para eso opta por dejar el nido de la Federación Suiza y contratar un entrenador personal que le asesore en el circuito. Peter Lundgren es el elegido.
Con el sueco empieza el gran cambio, la reducción de los incidentes que mencionábamos en el primer párrafo. “Antes era un niño mimado que obtenía todo gratis, ahora debe tener más responsabilidad y jugar por su cuenta. Se está convirtiendo en un hombre”, declaró Lundgren con el paso de las semanas, sabedor del diamante que estaba puliendo. Federer representaba al jugador más joven del top100 (curiosamente, hoy es el más veterano), presumía de tener todas las virtudes para ser un futuro campeón, pero su palmarés seguía sin estrenarse. Mientras tanto, un muchacho de Adelaida, cinco meses mayor que él, acumulaba siete títulos individuales, el primero de ellos conquistado a los 16 años. Nunca lo llegó a confesar, pero la envidia hacia Hewitt seguramente le hizo mejor.
Mientras uno apostaba por el desgaste, la tenacidad y pasar siempre una bola más, Roger prefería jugar a otra cosa. El suizo deleitaba con sus gestos, su plasticidad, su variedad de tiros y su estilo agresivo. Parecían ingredientes suficientes para ganar, pero el premio no llegaba. “Es como si le hubiera tocado la lotería pero no supiera qué hacer con el premio”, señaló John McEnroe en una definición perfecta de la situación. Una frase que caería en el olvido en la temporada 2001.
Con Lundgren llega el orden, el equilibrio, las victorias, los títulos y, por encima de todas las cosas, una sonrisa se instala en el rostro del suizo cada vez que salta a la pista. En su cara y en las nuestras. Federer empieza a disfrutar, así es como levanta la Hopman Cup junto a Martina Hingis para luego inaugurar su palmarés en el ATP 250 de Milán. La guinda llegará una semana después con la serie de Copa Davis entre Suiza y Estados Unidos, donde Roger se convierte en el jugador más joven de la historia en sumar los tres puntos para su país en una eliminatoria. Cerrará febrero con unas semifinales en Marsella y una nueva final en Rotterdam, siendo galardonado como el jugador del mes.
La cosa funciona, el top20 está cada vez más cerca, la dinámica es imparable, aunque todavía, muy de vez en cuando, sufría alguna desconexión. Peter luchó para bloquear esos enfados, esos ataques temperamentales dentro de la cancha, estallidos emocionales que nada tenían que ver con cómo era Federer en su día a día. Fueron esos conflictos internos los que le hicieron desviarse del camino en la segunda parte de la temporada 2001, llevándole a caer en el debut en la mayoría de los torneos. Sin embargo, hubo una estación donde mereció la pena perder. En Hamburgo, un acto bochornoso cambiará para siempre el carácter del hombre que años después terminaría siendo aplaudido por su deportividad.
“NO PUEDO SEGUIR ASÍ”
Mucho se ha hablado de lo que sucedió en aquella primera ronda del Masters Series de Hamburgo, pero nadie lo cuenta mejor que René Stauffer en sus memorias. Roger Federer (#18) se enfrentaba a Franco Squillari (#19) en un partido programado en una pista exterior sin señal televisiva –¡lo que nos perdimos!– y con poca gente en las gradas. Jamás pensó aquel grupo reducido de personas el espectáculo tan bochornoso que iban a presenciar, con la versión más endemoniada del helvético al ver cómo el partido se le empieza a torcer.
Tras perder una oportunidad de break con 4-4 en el segundo set, el argentino se hace fuerte y termina anotándose el triunfo por 6-3 y 6-4. Roger, que ya venía soltando unos cuantos exabruptos en los últimos minutos, felicita a su rival para luego destrozar la raqueta con furia a escasos metros del juez de silla. El público no esconde su desaprobación tras la escena, decepcionados con aquel jovencito de 19 años que todavía no era capaz de manejar sus frustraciones. Había tocado fondo, justo lo que necesitaba para cambiar el chip de una vez por todas.
“Me porté terriblemente mal, incluso lloré en el vestuario. Había jugado muy mal, todo aquello era horrible. En ese momento decidí que tenía que cambiar, que no podía seguir así. No podía comportarme de esa manera, si seguía así durante los próximos 10 años no podría soportarlo”.
Así fue como, una vez más, el refranero español cumplió su cometido. Después de la tormenta, llegó la calma. Y con la calma llegó la tranquilidad la concentración, la armonía y la paz interior. Federer llevó aquella transformación al extremo, no importaba si firmaba un punto espectacular o si mandaba un revés a la valla: la reacción sería la misma. Aunque por dentro le corriese fuego por las venas, su objetivo era enfriar el marco de cada acción, sobre todo en los puntos importantes. Su rostro impávido sería lo único que verían los espectadores, inalterable. Roger había aprendido a utilizar la cara de póquer, una máscara que solamente se caería en las grandes celebraciones, donde sus lágrimas darían paso al ser humano que se escondía tras el antifaz de superhéroe.
“Mi entrenador me repetía una y otra vez que debía calmarme, algo que años atrás hubiera sido imposible. Tenía que deshacerme de esa tensión, de los demonios de mi cabeza. Pero nadie podía ayudarme, tuve que hacerlo yo mismo”, señaló con el tiempo, una vez finalizada la transformación de rana a príncipe. Años después, en el Masters 1000 de Miami 2009, el mundo del tenis quedó conmocionado al ver al caballero suizo romper su raqueta en aquel fatigoso partido ante Novak Djokovic. Muchos se llevarían las manos a la cabeza, aquello era algo inaudito, pero solo fue un guiño a los tiempos donde el genio todavía estaba fuera de control. Sería el último acto de rebeldía de su carrera.