Semana de ATP Finals, semana de grandes recuerdos. Hoy rescatamos la victoria de Roger Federer en Houston 2003, una temporada de explosión que terminó con un evento cargado de polémica, grandes venganzas y el mensaje del suizo a todo el vestuario.
Existe una idea en el imaginario popular de creer que la época de dominio de Roger Federer empezó tras la victoria del suizo en Wimbledon 2003. Sí y no. Por supuesto que allí puso la primera piedra, la que demostraba que detrás de tanta espera había un verdadero campeón, pero los meses siguientes no fueron tan felices para el de Basilea. La gente conocía bien su trayectoria, como también conocía ese lado rebelde e irascible que había retrasado su primer Grand Slam hasta casi cumplir los 22 años. ¿Sería aquel triunfo flor de un día o realmente significaba algo más? A partir de ese momento, nadie le quitó el ojo de encima al campeón. Y esto tuvo consecuencias.
Salvando su defensa del título en Viena, la mayoría de noticias deportivas que recibió Federer en los próximos cinco meses fueron negativas. Perdió una final en Gstaad ante Jiri Novak, en cinco sets. Dejó escapar la opción de ser Nº1 en Canadá, entregando las armas en semifinales ante Andy Roddick en un partido donde llegó a sacar para ganar. Fue vapuleado –una vez más– por David Nalbandian, primero en en Cincinnati y después en el US Open. Pero lo más duro, con muchísima diferencia, fue la derrota con Lleyton Hewitt en las semifinales de Copa Davis, una de las pérdidas más crueles en la carrera del suizo, tal y como ha contado él mismo en numerosas ocasiones. El calendario lo cerró sumando seis victorias en sus tres últimos torneos: Madrid, Basilea y París. De esta forma llegó a la Masters Cup, con la sensación de tener que demostrar algo a la gente.
El año anterior ya le había visto debutar en esta competición, saliendo invicto de la fase de grupos para luego caer con Hewitt –sí, otra vez Hewitt– en semifinales. Pero el contrato con Shanghái, de solo dos años de duración, había vencido y ahora los derechos se habían marchado hasta Houston, que firmó otras dos temporadas a cambio de 24M€. Evidentemente, allí todo el mundo iría con Andy Roddick, que llegaba tras un verano incombustible y el Nº1 casi atado hasta la última casilla. Roger, dos puestos por debajo, era consciente de que a su palmarés todavía le faltaban muchos logros, entre ellos, el de ganar un título en Estados Unidos. En 21 eventos disputados sobre suelo norteamericano, los resultados mostraban nueve eliminaciones en primera ronda y solamente una final, la de Miami 2002 contra Andre Agassi. Convencer al público local de su grandeza era una asignatura troncal.
“Al principio de mi carrera tuve muchos problemas en Estados Unidos, los tenistas americanos siempre jugaban con mucha confianza esos torneos, más que cualquier otro jugador de cualquier otro país. Además, las condiciones solían ser siempre muy duras por la humedad y el calor”, reconoce Federer en declaraciones recogidas por la biografía de René Stauffer. Sin embargo, esta vez no tuvo excusas con la climatología, ya que en Houston quisieron innovar celebrando la primera Copa de Maestros al aire libre desde hacía 29 años. ¿Estaría el suizo contento con el cambio? La respuesta es no. “Creo que este torneo debería jugarse bajo techo, sobre todo porque solo tenemos dos torneos de Masters 1000 que se celebren bajo estas condiciones”, apuntó en aquel momento la tercera mejor raqueta del ranking, mosqueado por si aquello pudiera beneficiar a sus rivales.
TODOS LOS FACTORES EN CONTRA
Para más inri, Federer tampoco tuvo suerte con el sorteo: quedó encasillado con Juan Carlos Ferrero (quien le había ganado tres de sus cinco enfrentamientos), David Nalbandian (le había ganado siempre) y Andre Agassi (le había ganado siempre). El H2H contra sus compañeros de grupo era de 2-11, mal presagio para un hombre que llegaba con urgencias al mes de noviembre. Si a esto le sumamos que tampoco le gustaban las condiciones, que las bolas botaban de manera irregular o que la capacidad del estadio apenas daba para 7.500 personas, no extrañó que algunas voces cercanas al de Basilea dejaran caer incluso la posibilidad de bajarse del torneo. Es aquí donde entra en juego nuestro último invitado, una figura imprescindible para entender todo el entuerto.
Jim McIngvale, propietario del Westside Tennis Club de Houston, ejercía de promotor del evento. Un magnate muy particular al que apodaban Mattress Mack y al que no le sentó nada bien escuchar las quejas en rueda de prensa del nuevo príncipe del tenis. Pero el suizo estaba tan enfadado que hasta lamentó que se recuperara la competición de dobles simultánea por primera vez desde 1985, lo cual provocaba menos espacio en el vestuario y un mayor reparto de los turnos de entrenamiento. Hasta tal punto saltaron las chispas que, según cuenta la leyenda, el propio McIngvale le hizo una visita un tanto hostil al de Basilea minutos antes de su primer partido del Round Robin ante Andre Agassi. No sabemos cuáles fueron las palabras del millonario estadounidense, lo que sí sabemos es lo que ocurrió luego en la cancha.
Federer inició su andadura salvando salvando 2MP contra el chaval de Las Vegas (6-7, 6-3, 7-6), luego arrasó sin piedad a Nalbandian (6-3, 6-0) y terminó con otra victoria plácida ante Ferrero (6-3, 6-1). En semifinales tocaba un Roddick crecido tras haber asegurado el Nº1 hasta fin de año, pero ya era demasiado tarde, Andy se topó con la máquina suiza totalmente engrasada (7-6, 6-2). Andre Agassi, que ya lo había sufrido en la primera página del torneo, volvería a ser su oponente el domingo de la final, pero aquel baile fue muy diferente al anterior. Roger sacó la varita para sellar su primer título de ‘maestro’ en tan solo 88 minutos, dejando al mejor restador del circuito sin una sola bola de break a favor. “Ha sido uno de los mejores partidos que he disputado en toda mi carrera”, corroboró ya con el trofeo en sus manos.
Una semana que había comenzado con los peores augurios en la mente del suizo, terminó con victorias ante el vigente campeón del US Open (Roddick), de Roland Garros (Ferrero) y del Open de Australia (Agassi). Superó incluso al de Wimbledon, él mismo, dejando atrás la mala vibra y encarando la competición con la motivación adecuada. “No sé cómo lo hice, la verdad. Creo que el primer partido contra Agassi terminó siendo clave para el resto del torneo, al menos para mí”, señaló el campeón. “A partir de ese día no gasté tanta energía, pero empecé a jugar increíble. De hecho, en las sesiones de práctica me sentía muy mal, estaba perdiendo todos los entrenamientos con los chicos, no era capaz de asimilar el ritmo de bola. Entonces, de repente, comenzaron los partidos y empecé a jugar muy bien, así que todo ha sido un poco sorprendente para mí”, valoró en caliente.
LA REFLEXIÓN DE AGASSI
El undécimo título individual de su carrera, séptimo de la temporada, le servía para desplazar a Ferrero y acabar el curso en el segundo escalón de la clasificación, aunque las sensaciones globales de todo el calendario dijeran que había sido mucho más regular y fiable que Roddick. Así lo confirmaban sus 78 victorias y 4M$ obtenidos en premios. Su cara en la ceremonia arrojaba algo más que la simple felicidad por haber ganado, en su mirada se veía el orgullo del que supera todos sus demonios y por fin logra convencer al mundo entero de que sería él, y no otro, quien dominara el circuito el próximo lustro. En ese mismo instante, pero dentro del vestuario, se estaban a punto de pronunciar unas palabras que no fueron reveladas hasta muchos años después.
Darren Cahill, entrenador de Agassi, cuenta que encontró a su pupilo especialmente tocado tras la final. Es verdad que Andre había sido padre hace unos meses, que no competía desde el US Open, pero su estómago de leyenda no conseguía digerir aquel severo correctivo. “Nunca lo hará visto así, normalmente acepta las derrotas sin problemas, en dos o tres minutos lo superaba, pero esa vez se quedó con la cabeza gacha durante veinte o treinta minutos”, revela el australiano, que rápidamente intentó animarle y sacarle una sonrisa. Lo que no sabía Cahill es que aquella no era una derrota cualquiera, sino el prólogo de una función magnánima con Federer en el papel protagonista. Tras recuperar el aliento, el americano miró a su técnico y le transportó al futuro:
“Colega, nuestro deporte ha cambiado para siempre, nunca volverá a ser lo mismo. Este chico está llevando el tenis a otro nivel, no se ha visto nunca nada igual”
Agassi, que nunca volvió a ganar a Roger en una pista de tenis, no se equivocaba. A sus 33 años fue el primero en ver el futuro, en vivir en sus propias carnes una sensación que muy pocas veces había tenido en su carrera: la de sentirse inferior al rival. Houston supuso el origen de una larga historia de amor entre Federer y la Masters Cup: 17 participaciones (balance de 59-17) y seis títulos en diez finales. ¿Y las condiciones? ¿No se suponía que no le gustaban? En 2004, para cerrar el bienio maestro en Houston, el suizo volvería a escaparse con el título en su poder. Esta vez, invicto.