Ayer estuve pensando de qué manera podía juntar unas letras para rendir homenaje a la figura de Nicola Pietrangeli, leyenda de nuestro tenis e ídolo absoluto en su país. Tras barajar varias opciones, no se me ocurrió nada mejor que hacerlo a través de los ojos de Manuel Santana, su gran rival y compañero dentro del circuito.
Nicola Pietrangeli vino al mundo un 11 de septiembre de 1933, en Túnez. Como lo oyen, en Túnez, de hecho, no se instaló en Roma hasta que cumplió los 13 años. Un 10 de mayo de 1938 nacería Manolo Santana, en Madrid, ciudad capital como acabaría siendo él dentro de la historia de nuestro tenis. Dos leyendas, dos pioneros, dos jugadores que convivieron dentro del vestuario, que se enfrentaron en grandes escenarios y que conectaron de una manera especial. Tanto fue así que su relación permaneció una vez terminaron sus carreras. Es más, fue precisamente en la jubilación cuando más unidos estuvieron.
Quien disfrutara del tenis en los años sesenta –no deben quedar muchos– sabrá que el nombre de uno quedará siempre ligado al del otro. ¿Contra quién ganó Santana su primer Grand Slam? Contra Pietrangeli, en Roland Garros. Fue la primera vez que el aficionado español descubrió lo que era el éxito absoluto, lo que significaba tener un campeón superlativo, un deportista mundial que luciera la bandera a nivel internacional. No fue fácil romper el cascarón, pero todo cuajó en aquella final de París donde le tocó enfrentarse al gran favorito.
“Contra Pietrangeli no hay nada que hacer, es un muro para todos nosotros”, confesaría Santana antes del partido. Esta idea se fue construyendo en su cabeza desde que lo conoció allá por 1957, en el torneo de Montecarlo. Allí el italiano ya era de los mejores sobre tierra batida, con su juego de fondo, con su excelente dejada y con ese passing shot marca de la casa. Su físico privilegiado le permitía gobernar partidos largos, pero era su talento lo que sostenía toda la estructura, lo que provocaba que verle jugar pareciera fácil. Tan bueno era que, prácticamente, ni entrenaba. De ahí que empezara a venderse esa imagen de alma libre y artista bohemio.

“Si había una fiesta para los jugadores, Nicola Pietrangeli era el rey”, cuenta Santana en sus memorias, dejando ver lo cautivado que quedó al conocer cómo era Nicola fuera de la pista. “Era un hombre elegante, atractivo, con mucho mundo y una gran habilidad para moverse con naturalidad en todos los ambientes”, escribió el español. Pero no se piensen que fue amistad a primera vista, al principio se marcaron mucho más sus diferencias, tanto a nivel de juego como a nivel de carácter.
Roland Garros, el lugar donde nació una amistad
Su primer partido no llegaría hasta 1961, en la citada final de Roland Garros, aunque pudo haber llegado días antes. Santana cedió en semifinales de Roma ante Rod Laver, quien luego sería vapuleado el domingo contra Pietrangeli. Claro, imaginen cómo llegó Nicola a París, cargando kilos de confianza que ya arrastraba de haber amarrado el título allí las dos últimas temporadas. En juego estaba su tercer Abierto de Francia consecutivo, objetivo que le hizo despachar a cada rival hasta plantarse en una nueva final. Al otro lado apareció Santana–después de vengarse de Laver en semifinales–, el hombre que amenazaba con derrocar al rey de la tierra batida. ¿Y qué pasó? Vamos a contarlo bien porque la película tiene fragmentos desconocidos.
Resulta que Nicola Pietrangeli fue padre el mismo viernes de semifinales, apenas unas horas después de su victoria ante Jan-Eric Lundquist. Se tuvo que marchar de urgencia a Roma y no regresó hasta dos días después. Concretamente, tres horas antes de arrancar la final. Pese a todo el ajetreo, en su cabeza solo cabía una posibilidad. Era tal la confianza que respiraba –más de la recomendable– que en su interior era imposible pensar que que aquel español, por agudo que jugase, tuviera la más mínima oportunidad.
“Su actitud me molestó un poco pero, por otra parte, era lógico que el rey de la tierra batida pensara que yo no era enemigo para él. Tal vez por ese exceso de confianza le sorprendí en el primer set, pero en el segundo y el tercero me barrió de la pista”, recordó Manuel años después sobre un encuentro que pasó por momentos de cara y de cruz. En aquella época existía la posibilidad de tomar un descanso después de un tercer set, así que ambos se retiraron a vestuarios para recuperar fuerzas unos minutos. A la vuelta, el público francés se posicionó un día más con el más débil. Y así lo hicieron gigante.
Santana conquistó el cuarto set, el quinto set y el torneo (6-4, 1-6, 3-6, 6-0, 6-2). El triunfo suponía convertirse en el nuevo rey de la arcilla, dando un golpe sobre la mesa que todo el mundo pudo presenciar. En las imágenes se puede ver cómo el diestro de oro estalla de alegría, incluso pensó en saltar por encima de la red para acelerar el choque de manos, pero el miedo a caerse le hizo replantearse la coreografía. Del mismo modo que había hecho durante años cuando trabajaba en el Club Velázquez, prefirió pasar por debajo de la red para saludar a Pietrangeli. La realidad había superado la ficción: Manolín, el recogepelotas, era campeón de Roland Garros.

“Para mí aquel partido lo era todo, era mi sueño. Nicola se puso nervioso y le pesó su condición de gran favorito”, confiesa en su autobiografía acerca de aquella confrontación. “Recuerdo que me abracé a Nicola y me eché a llorar, momento donde el gran jugador italiano me consoló como si yo fuera el derrotado. Desde ese día surgió entre nosotros una gran amistad”, celebra Manuel sobre un vínculo que solo haría que multiplicarse con el paso del tiempo.
Pietrangeli y Santana, más amigos que rivales
Pese a sus diferencias sociales y culturales – Pietrangeli manejaba más idiomas, era un tipo más viajado y reunía más experiencias en cada aspecto de la vida–, la realidad es que tenísticamente comían en la misma mesa. Se creó una cuadrilla de puertas para adentro que salía cada semana en busca de aventuras, un grupito conformado por los españoles Manuel Santana y José Luis Arilla, los mexicanos Rafael Osuna y Antonio Palafox, el ecuatoriano Francisco Guzmán y, por supuesto, el italiano Nicola Pietrangeli. A Nicola le bastó poco tiempo para liderar aquella tropa y ser nombrado ‘il capitano’.
“Era el que llevaba la voz cantante y el que, con su experiencia y sus contactos, nos organizaba muchas de nuestras actividades […] Actividades que, gracias a él, subieron considerablemente de nivel”, señala Santana sobre lo fascinante que era estar cerca del transalpino. Ser amigo de Nicola era vivir un sueño, y esto lo puede confirmar Manuel más que ningún a otro. Tirar de ese hilo le permitió conocer a celebridades de la talla de Brigitte Bardott o Claudia Cardinale, aunque la anécdota más divertida será siempre la que vivió con Virna Lisi.
Virna era una de las actrices italianas del momento, protagonista junto a Jack Lemmon en ‘Cómo matar a tu propia esposa’, una mujer que le encantaba a medio mundo, incluido a Manolo. Quiso el destino que estos dos amigos fueran juntos al cine a ver el estreno, donde Pietrangeli le confesó que la actriz era amiga suya. Una carcajada en la boca del madrileño dejó patente que no se lo iba a tomar en serio […] Ese mismo año, ambos contendientes chocaron en las semifinales de Roma, donde Santana se quedaría con el triunfo para sellar de la mejor manera su 26º cumpleaños. Solamente le faltaba el regalo.
“Después del partido, en la ducha, Nicola me dijo que había organizado una cena para celebrar mi cumpleaños con toda la pandilla, me dijo que estaba ‘tutto preparatto’. Me hizo mucha gracia que después de cuatro horas de partido estuviera pensando en nuestra cena, pero así era él. Cuando llegamos al restaurante, el maitre y los camareros se deshicieron en atenciones y saludos a Nicola, y a los demás… pues la verdad es que no nos hicieron ni caso. A mi derecha en la mesa estaba la mujer de Nicola y a mi izquierda había una silla libre […] A los cinco minutos apareció en el restaurante una despampanante Virna Lisi y se sentó en esa silla. Recuerdo la cara sonriente de Nicola, satisfecho de pasarnos por la cara a sus incrédulos amigos que su amistad con Virna era verdad”.

Así era Pietrangeli, un experto a la hora de nadar en ese tipo de aguas. Quizá por eso ejerció durante muchos años como asesor deportivo del Principado de Mónaco, por su don de gentes y su agenda de contactos. Manolo y Nicola nunca perdieron el contacto, jamás un partido hizo resquebrajar su amistad, ni siquiera la final de Roland Garros 1964, donde de nuevo volvió a ganar el español.
Una vez retirados, siempre se buscaron y siempre se encontraron. No importa si era en Roma, París o Marbella. Fueron íntimos amigos, no os podéis hacer la idea de lo difícil que es llegar a este punto entre rivales de tal envergadura, pero eran otros tiempos. Ambos envejecieron recordando batallitas, añorando cada momento y rescatando cada anécdota de su largo recorrido. Cuatro años después de perder a Manolo, el firmamento presenció este lunes el reencuentro más esperado. No me hace falta estar allí para saber que anoche hubo fiesta en el cielo. Hoy, seguramente, ya hubo partido.

