La evolución de un deporte como el tenis es tan excepcional que siempre merece la pena detenerse y echar la vista atrás. Todo empezó allá por 1874, la primavera en la que Walter Wingfield decidió aplicar por primera vez un reglamento al deporte que él mismo bautizó como ‘Lawn Tennis’. El mundo no tardaría en probar el experimento, aunque hubo un factor que hizo que esta actividad fuera distinta a las demás: la adaptación de las mujeres desde el minuto uno. Que pudieran compartir pista con los hombres fue, sin lugar a dudas, el gran éxito de los orígenes del tenis, pero no fue casualidad. El propio Wingfield dejó por escrito aquella premisa, confirmando que este deporte llegaba con el objetivo de tener una participación igualitaria entre sexos, por eso su nacimiento fue diferente al de otras disciplinas. Aprovechando que hoy es 8 de marzo, no se me ocurre contaros un relato mejor que el de la mujer en el mundo de la raqueta.
Eso sí, acompañarme en este viaje significará hacernos preguntas que pueden sonar incorrectas. ¿Una mujer haciendo deporte? ¿De verdad? Pues sí amigos, algo tan habitual en 2023 suponía un disparate en el siglo XIX, donde la mujer se limitaba a asumir el papel de ‘esposa perfecta’, con sus respectivos deberes domésticos, aunque eso no la excluía de realizar algún tipo de ejercicio. Pero no uno cualquiera, debía ser uno que requiriese poco esfuerzo, ya que la gente lo vería como algo inapropiado para una dama. Los más aceptados por aquel entonces eran la equitación y el tiro con arco, a los que luego se sumaría el croquet. Esta última modalidad llegó a causar furor, donde las mujeres empezaron acompañando a sus maridos a los partidos, para terminar participando y siendo incluso mejores que ellos.
El paso del tiempo fue reduciendo el encanto del croquet, un espacio que a punto estuvo de ocupar el bádminton, hasta que surgió algo mejor. En tiempo récord, las redes de tenis estaban sustituyendo a los aros de croquet, un salto enorme para las aspiraciones de la mujer. ¿Por qué? Muy fácil: de todas las cosas buenas que tenía este nueve invento, la mejor –y la más exclusiva– era que el tenis no traía códigos masculinos restrictivos, sino que estaba abierto a todos los públicos, de uno sexo u otro. Lo único que necesitabas era jugar esa pelota suave en un acto que requería de astucia y fuerza a partes iguales. Aquello fue la oportunidad perfecta para generar un entorno social sano donde las mujeres jóvenes desarrollaran una libertad física superior a la que te ofrecían las disciplinas deportivas anteriores.
EL PRIMER ESCAPARATE
¡DATO! En el verano de 1879, Dublín presenció el primer campeonato femenino de la historia del tenis. Se celebró en el Fitzwilliam Club, ocasionando que otros países siguieran sus pasos. Dos años después –tras una ardua reyerta para que los medios de comunicación se rindieran al progreso–, florecieron en Gran Bretaña más torneos femeninos, una nación con un vínculo histórico mayúsculo a este deporte. Ciudades como Bath, Exmouth, Cheltenham o Edgbaston apostaron por celebrar certámenes para mujeres, generando así un interés a los allí presentes. Quiso el destino que, a tan solo 20 millas de Edgbaston, se criaran dos de las mujeres que más peso tendrán en este artículo: las hermanas Watson.
Hablar de Maud Watson es hablar de la primera campeona de la historia de Wimbledon. El concurso masculino ya contaba con siete ediciones, así que en 1884 decidieron apostar por otro cuadro idéntico para mujeres, donde Maud derrotaría en la final a su hermana Louise, cinco años mayor. El partido fue apoteósico (6-8, 6-3, 6-3), aunque la noticia fue que la menor no ganara más fácilmente. Hubiera sido lo normal, puesto que salió de allí con una racha de 55 victorias consecutivas. Dicen los libros que tenía un juego sin fisuras, un juicio excelente en pista, además de una concentración inquebrantable. Los 400 espectadores que estuvieron en las gradas –pagando sus seis dólares de entrada– habían contemplado el nacimiento de la primera estrella del tenis femenino. No sería la última.
Enseguida se sumarían otros nombres ilustres como Charlotte ‘Chattie’ Cooper, May ‘Toupie’ Lowther o Blanche Hilllyard, todas ellas campeonas de la época, aunque ninguna tratada como tal. Y es que por mucha igualdad que promocionara el ‘Lawn Tennis’, luego en la práctica no siempre se cumplía, o no en todos los aspectos. “Las instalaciones que nos proporcionaban a las mujeres eran muy rudimentarias, las damas estábamos muy mal atendidas. Estoy segura de que si los hombres hubieran tenido que experimentar un vestuario como el nuestro, muchos de ellos no habrían seguido compitiendo”, llegó a escribir en su momento la gran Dorothea ‘Dolly’ Douglass, tal y como recoge el libro ‘A people’s history of Tennis’, de David Berry.
Ahora quiero dedicarle un párrafo a Chalotte Cooper, citada hace unas líneas. En 1908 el mundo la vio conquistar su quinto Wimbledon, pero este fue diferente a los demás. Con 37 años, sigue siendo la mujer de mayor edad en levantar la bandeja de campeona… lo que nadie recuerda es que Blanche Hillyard hizo semifinales con 49. Estas hazañas hicieron que la sociedad cambiara algunos puntos de vista. “El tenis es el único juego en el que una niña puede, hasta cierto punto, valerse por sí misma. Estoy segura de que si más mujeres jugaran regularmente, estarían más saludables y fuertes”, subrayó la británica. Sin saberlo, esas mujeres estaban redefiniendo la masculinidad en el deporte, demostrando que se podía jugar como caballeros y comportarse como damas. Sí, sé lo que están pensando y no se equivocan. Ellas fueron las primeras feministas en la biografía del deporte.
EL PROBLEMA DE LA ROPA
Otro aspecto urgente que modificar fue el de las indumentarias. En plena época victoriana, la vestimenta clásica para jugar a tenis eran uniformes completos con brazos y piernas totalmente cubiertos, con corsés de huesos de ballena sujetando los cuerpos, además de las enaguas, delantales y botas de cuero negro hasta los tobillos. El propio ‘Mayor’ Wingfield, tras una anécdota en 1881, abogó por rectificar este vestuario, valorando unas faldas mucho más cortas después de enfrentarse a una mujer en un partido. Wingfield ganó el encuentro, pero sabía bien el motivo: “Simplemente, yo estaba vestido para practicar tenis y ella no”. ¿Y quiénes fueron las primeras en deleitarse con estos cambios? Las míticas hermanas Watson, aunque hubo otra jugadora que llegó todavía más lejos.
Nos ponemos en pie para recordar a Charlotte ‘Lottie’ Dod, para muchos, la mejor deportista británica de la historia. ¿Cómo lo hizo? Su padre construyó un par de pistas en el jardín trasero de casa y del resto se encargó ella. En 1883, con tan solo 11 años, conoció a Maud Watson durante un torneo en Manchester, convirtiéndose de forma inmediata en su modelo a seguir. Dos años después, cuando tenía 13, a punto estuvo de superarla en una final. Era evidente, una gran proeza estaba por suceder y esta llegaría en el torneo de Wimbledon 1887, donde con 15 años se proclamó campeona del cuadro femenino, un récord de precocidad que se mantiene vigente hasta hoy en día. Desde aquella tarde hasta su retirada seis temporadas después, solo perdió cinco partidos.
El impulso de Lottie Dod supuso una auténtica revolución en Gran Bretaña. Por ejemplo, suyo es el primer club de fans que se recuerda por la zona, aunque su vínculo con el deporte solo acababa de empezar. Tras dejar el tenis, la británica representó a su país en hockey, se convirtió en campeona de golf y se colgó una medalla de plata en los JJ.OO de 1908, practicando el tiro con arco. Polivalente se le queda corto, pero así era esta mujer, una llama constante, la agresividad más virtuosa dentro de una pista de tenis, era la determinación por bandera. Hasta los comentaristas de la época afirmaban que su estilo de juego era idéntico al de cualquier hombre, sin apenas diferencias.
Esto que ahora puede sonar emocionante y motivador, en la época no hizo mucha gracia a los del género contrario, resentidos al ver el crecimiento que estaba teniendo la mujer en el deporte. ¿Qué hicieron? Boicotearlas. Pero esto no fue cosa de Watson o Dod, este machismo venía de más atrás. Desde el momento en que Wingfield presentó al tenis como un deporte multigénero se escucharon las primeras represalias. “Las raquetas serán demasiado pesadas para sus muñecas”, dijeron. “Si esto ya supone un esfuerzo para el hombre, ¿cómo lo harán entonces las mujeres?”, se preguntaban en voz alta, intentado desestabilizar a las damas. El terremoto definitivo tendría lugar en 1884, cuando Wimbledon aprobó que las mujeres también tuvieran su competición.
HOMBRES CONTRA MUJERES
Se pueden imaginar la cantidad de exageraciones que tuvieron que soportar aquellas féminas. No fueron pocos los hombres que sugirieron que ellas tendrían que jugar con unas reglas diferentes, como por ejemplo, raquetas más livianas, canchas más pequeñas o, directamente, la posibilidad de que la pelota botase dos veces. Aquella temeridad pudo haber sido un obstáculo insalvable para la evolución de este deporte… afortunadamente, nadie aceptó aquellas propuestas, salvando lo que hubiera significado una división sin retorno del tenis masculino con el femenino.
Esa batalla se ganó, pero todavía quedaba mucha guerra. ¿Saben cuál fue el premio que recibió Maud Watson tras conquistar aquella primera edición femenina de Wimbledon? Una canasta de flores valorada en 20 guineas. Pero esto no supuso una traba para que todas ellas siguieran jugando, compitiendo, mejorando y vistiéndose cada vez más oportunas. Algunas hasta se atrevían a retar a los hombres en partidos. Esto al sector masculino no les gustaba nada, aunque todas sus críticas y oposiciones tenían su origen en otra herida: el miedo a perder contra ellas. Herbert Chipp –semifinalista de Wimbledon en 1884 y uno de los primeros tenistas en ejecutar el revés a dos manos– fue uno de los más crueles con las mujeres, asegurando que el tenis femenino estaba frenando la evolución del propio deporte. Lamentablemente, entre denunciar estos comentarios y reírle la gracia, la mayoría de compañeros optaron por lo segundo. Mientras tanto, Lottie Dod seguía demostrando en cada partido que se movía igual de bien que cualquiera de ellos, hasta golpeaba con la misma fuerza.
Tanta tensión desembocó en la solución más rentable posible: un partido benéfico. En agosto de 1888 se enfrentaron en Exmouth un hombre contra una mujer. A sus 27 años, Ernest Renshaw –que ganaría Wimbledon la temporada siguiente– fue el elegido por los varones. Enfrente estaba la inigualable Lottie Dod, diez años más joven y 10 centímetros más pequeña. El duelo se lo llevó Ernest por la mínima, pero aquella experiencia sirvió para que la prensa tomara nota. “Nuestra campeona jugó tan bien que obligó a Renshaw a correr tanto como un jugador de primer nivel de su mismo sexo”, redactaron al día siguiente los diarios. Aquella primera ‘batalla de los sexos’ acabó con ambos bandos ofendidos, sobre todo el femenino, que no quería tener nada que ver con el sexo contrario. La insistencia de Chipp por fracturar esta igualdad le llevó a jugar hasta una ‘carta’ médica, garantizando que hacer deporte volvía estériles a las mujeres, causando daños graves en futuros embarazos. Pero ninguna tormenta de testosterona pudo tumbar a Lottie Dod, que acabó convenciendo a cada uno de los hombres de que estaban equivocados. Incluido a Chipp.
Sin el coraje de Dod y el resto de mujeres de aquella época hubiera sido imposible ganar este partido, el de la igualdad. Fueron ellas quienes lograron detener a todos los que querían marginar el tenis, obligadas a abrazar una postura radical ante la injusticia que muchos querían implantar. No estaban dispuestas a aprobar que sus funciones en la sociedad estuvieran limitadas a ser esposas y madres, aunque 150 años después todavía quede algún carcamal que lo pueda pensar. Antes que obedecer, prefirieron cambiar la historia.
Por cierto, ¿saben qué fue de Lottie Dod? La campeona británica llevó su independencia hasta el final de sus días, ya que nunca se casó ni tuvo hijos. Dedicó toda su vida al deporte y a proyectos de voluntariado, hasta llegó a trabajar para la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial, recibiendo más tarde la medalla de oro por su labor en enfermería. Murió en 1960, en su hogar, escuchando por la radio la cobertura de Wimbledon y dejando este mundo con la conciencia tranquila. Disfrutó del tenis como pocas, entendiéndolo siempre como un arma de liberación para la mujer, como una fuerte de oportunidades de cara al futuro. Billie, Martina, Steffi, Serena, Iga o cualquiera de las campeonas que vendrían después le deben mucho a esta mujer. Si hoy el tenis sigue siendo el deporte femenino mejor pagado y valorado del sistema, es gracias a heroínas como ella.