La tarde del 7 de julio de 2013 es quizá el momento más mágico que recuerdo como aficionado al tenis. Un revés a la red de Djokovic ponía fin al juego más agónico que jamás acogió el All England Tennis Club, y con él a la maldición que desde hacía casi ocho décadas se cebaba con la catedral mundial del tenis. Andy Murray era campeón de Wimbledon, profeta en su tierra. El fantasma de Fred Perry, último campeón local allá por 1936, había desaparecido. El cuento tenía esta vez un final feliz.
Ese revés a la red me tocó verlo a menos de 100 kilómetros de allí, a través de la ventana de un céntrico pub en Oxford. Debajo de una lluvia de cerveza y pintas volando por los aires, los aficionados que abarrotaban el lugar saltaban y se abrazaban emocionados. Las escenas eran más propias de una gesta de los Three Lions en Wembley. Y es que de eso se trataba. En el imaginario colectivo británico, la foto de Murray con la copa de Wimbledon ahora colgaba al lado de la de la Inglaterra campeona del mundo en 1966. Aquel célebre retrato de Bobby Moore a hombros de sus compañeros y con el trofeo Jules Rimet en sus manos.
Sin embargo, la relación de Murray con el público inglés no fue siempre un cuento de hadas. Sus guiños al nacionalismo del país del whisky y el kilt le costaron más de un enemigo. “Cuando Murray gana es británico, cuando pierde es escocés”, sentenció un hombre que pasó a mi lado, ajeno a toda aquella orgía de orgullo patriótico.
Pero para todos los allí congregados aquella tarde, Andy Murray era más británico que el té a las cinco. El rebelde muchacho de Dunblane se había ganado el corazón de todos los ingleses en el mismo escenario, pero un año antes. Tras sucumbir ante Federer en la final, Andy “juró bandera” ante los 16.000 espectadores de la Central.
“Os prometo que le voy a intentar. Va a ser muy difícil, pero lo voy a intentar”, afirmaba entre lágrimas. “La prensa siempre habla de la presión, de lo difícil que es jugar en Wimbledon. Pero vuestro apoyo lo hace todo mucho más fácil”, concluía. Con la palabra, el William Wallace de la raqueta se había ganado a un país, que dejó de ser un peso a sus espaldas para convertirse en el apoyo incondicional que le llevaría a la gloria 365 días después. Incluso en el rostro de Lendl se dibujó una mueca que podría interpretarse como de emoción.
El resto es historia. Aquella tarde, aquel revés a la red fue el punto de partida de una leyenda. La del hombre que vino para demostrar que las maldiciones están para romperlas, que en 2015 lideró a Gran Bretaña hacia su primera Copa Davis en 79 años y que un año más tarde se convirtió en el primer tenista en saborear por partida doble las mieles del oro olímpico.
¿Hasta dónde hubiese llegado Andy de no compartir generación con las tres mejores raquetas de la historia?, muchos nos preguntamos. A base de gestas, imposibles y primeras veces, el de Dunblane se abrió paso hasta el número uno del mundo. Una cota que alcanzó en Londres, igual que aquel mágico 7 de julio de 2013, y ante el mismo rival, y de la que le hizo descender prematuramente su cadera, su maldita cadera, la que ahora le obliga a decir adiós.
Andy Murray abandona las pistas, pero no el corazón y la memoria de todos los que hoy amamos un poquito menos este deporte que ha sido tan cruel con él. Si entre la amargura el destino le hace un ùltimo guiño, el escocés podrá despedirse del tenis en Wimbledon, de pie, sobre el mismo pasto en el que la tarde del 7 de julio de 2013 cambió todo.