Los saques de John Isner caen sobre el cemento de Ohio como bombas en campo enemigo. Es fuego de mortero disparado con raqueta. Misiles propulsados desde los 206 centímetros que el estadounidense levanta sobre el nivel del suelo. Calienta el sol y vuelan los torpedos. Es un obús tras otro. Isner ejecuta al servicio la táctica del relámpago: saques envenenados y un par de golpes ganadores. Tres o cuatro, como mucho, asaltando la red si es necesario. Cadencia rápida para guillotinar los intercambios. Disparo, disparo y disparo. Suspiro, suspiro y suspiro. Al resto, cambia la historia. Isner pasa a tolerar, a discutir desde la línea de fondo con un maestro del ritmo sin desesperarse. Control, control y control. Rugido, rugido y rugido. Un hueso en llamas. Todo eso es lo que supera Rafael Nadal para ganar el partido (7-6, 7-6) sin disponer de una sola bola de break y conquistar el Masters 1000 de Cincinnati, uno de los tres torneos de la categoría que no brillaba en sus vitrinas, sumar su novena corona de 2013 y recuperar el número dos del mundo antes del Abierto de los Estados Unidos (desde el próximo 26 de agosto), con lo que evita a Novak Djokovic hasta una hipotética final en Nueva York. En consecuencia, la victoria revela un acontecimiento extraordinario. Con cuatro meses de temporada y un grande por disputarse, Nadal ya firma el segundo mejor año de su vida.
Así es como sucede. Isner aterriza en su segunda final de Masters 1000 al abrigo de las victorias ante Gasquet (11 mundial), Raonic (finalista en Montreal), Djokovic (número uno del mundo) y Del Potro (tras levantar una bola de partido en la segunda manga, ganar un desempate agónico y hacer suyo el encuentro en el parcial definitivo). La confianza le descarga de los dolores provocados por su altura, que arrastra del esfuerzo realizado durante toda la semana. El saque le lleva volando por la columna vertebral del encuentro, quemando con rapidez los juegos en los que debe tomar la iniciativa. Al resto, por último, es otro Isner. Uno que planta batalla, mirando a los ojos a Nadal desde atrás, y entra a dialogar con uno de los mejores jugadores desde el fondo de la pista. Isner, un jugador en constante evolución, actúa con valentía. Es, además, un camaleón.
Este es un hombre que creció 21 centímetros tras cumplir los 16 años (de 187 a 208). Uno que jugaba a baloncesto para tratar de seguir los pasos de su ídolo Karl Malone. Uno que entró muy tarde en el circuito (con 22 años) tras licenciarse en la Universidad de Georgia en comunicación social, después de ganar la NCAA (campeonato universitario) y batir todos los récords de victorias en individuales y dobles. Uno que trabajó para pasar del 844 mundial al 106 en una temporada (2007). Uno que alzó su primer trofeo profesional en 2010, durante el torneo de Auckland. Uno que, finalmente, pulió al máximo cada una de sus virtudes para dejar de ser un gigante aferrado al servicio y convertirse en un jugador alto con capacidad para desplazarse lateralmente y tolerar los intercambios, sin vincular la victoria a su saque. Esa transformación, por ejemplo, es la que le lleva a derrotar a Federer y Djokovic, dos números uno del mundo. Esa la que le conduce hasta su primera final de Masters 1000 en Indian Wells (2012) y la que le lleva hasta la pelea por el título en Ohio. "Yo no soy el salvador del tenis estadounidense", dijo en Cincinnati antes de comenzar el torneo tras ser cuestionado sobre la ausencia de jugadores americanos entre los veinte mejores del planeta. Su actuación en el último gran torneo antes del US Open, no obstante, le señala como el principal representante de un país en decadencia.
"Nadie quiere jugar con él", avisó Nadal en las horas anteriores a la final. "A nadie le agrada competir ante un tenista que no te permite tener ritmo durante la mayor parte del partido", analizó. "Es un jugador realmente duro porque sus servicios son increíbles. Por eso, es el tipo de partido donde la única cosa que puedes intentar es lo que está en tus manos. Lo que está en tu poder es servir bien, jugar sólido desde la línea de fondo y ser agresivo. El resto de aspectos dependen de él porque, si saca a gran nivel, lo vas a sentir desde el resto". La radiografía previa de Nadal fue perfecta. Excelente. La forma de interpretarla sobre la marcha para poder alcanzar la victoria, también.
El partido transcurre sin ritmo cuando saca el estadounidense. Nadal vive bajo cero. Isner también, pero sumergido en el hielo, expuesto a la gélida temperatura en la que ha decidido envolver la final, se mueve como pez en el agua. Necesita ir tachando juegos de servicio en su hoja de ruta para intentar enseñarle los dientes a Nadal al resto. En cualquier caso, su misión es estirar cada set hasta la muerte súbita, territorio de sacadores, zona de cañoneros, donde gana el 65% de los parciales que se deciden en ella. Cada saque de Isner es una conjugación perfecta de velocidad, potencia y precisión. En la mayoría de las ocasiones, Nadal se ve obligado a bloquear desde el resto, ofreciendo una invitación al ataque en forma de bola a media pista. Ahí el estadounidense es letal. Con la bola en juego, Nadal es ligeramente superior, pero cae en el error de no ser tan agresivo como días atrás, abusando de su derecha liftada y ejecutando un planteamiento de control, simplemente moviendo a Isner, en lugar de ir a buscar la bola, de llevar la iniciativa. Isner, claro, no es Raonic y Nadal rápidamente entiende que con eso no es suficiente. Ese es el mayor peligro que entraña la final.
Sin embargo, Nadal no se cae en esa trampa donde otros enmudecen. El mallorquín ha sido muchas veces protagonista de esta película cuyo final conoce. Por ejemplo, dos años atrás cuando Isner le obligó a ganarle en cinco mangas la última vez que cruzaron raquetas en la primera ronda de Roland Garros 2011. Fue una tortura de cuatro horas y dos desempates perdidos. Un recital de saques a 225 kilómetros por hora, uno tras otro. Un encuentro decidido por detalles amarrados por Nadal gracias a su capacidad competitiva, a un instinto de supervivencia como ningún otro, y a unas piernas eléctricas que permiten restar servicios supersónicos. Como en París, en la final Cincinnati el mallorquín halla la salida desde un puñado de pequeños detalles. Sabe superar los problemas que Isner le crea cuando tiene dos bolas de partido para hacer suya la primera manga (5-6 y 15-40), utiliza una combinación de alturas y ritmos para avanzar en el partido desquilibrando a Isner y termina completando un partido con clara trayectoria ascedente. No puede, sin embargo, lograr ningúna bola de break. Eso es una barbaridad.
Tácticamente, el planteamiento del balear crece según avanza el cansancio del contrario. Nadal desnuda a Isner lanzando bolas cortadas. Con ellas intenta hacer aflorar las carencias de Isner, cuando se encuentra obligado a flexionar sus dos metros caminando hacia delante. Además, el mallorquín pone a prueba el revés del estadounidense con derechas combadas. Al principio del partido, igualadas las piernas, Isner corre para cubrirse la zona del revés con éxito. Luego, cuando aparece el cansancio, es una pistola de agua con el golpe a dos manos. Pese a todo, Isner resiste agarrado a su saque. Es el servicio y nada más. Un salvavidas. Eso construye una final entre dos especialistas: uno de los mejores sacadores frente a uno de los mejores restadores. Es, en consecuencia, un partido sin roturas. El mallorquín gana el título haciendo suyas las dos muertes súbitas del encuentro. En terreno Isner, victoria Nadal.
Nadal levanta un dedo tras la victoria. Es la señal que marca el camino. Los resultados le colocan ante un escenario impensable meses atrás cuando regresó a la competición en Viña del Mar después de 224 días apartado de las pistas por una rotura parcial del tendón rotuliano y una hoffitis en la rodilla izquierda: será número uno del mundo si gana el Abierto de los Estados Unidos y Djokovic no llega a la final. Para eso, sin embargo, deberá superar las dos semanas que históricamente más se le han atragantado. Enfrentarse a la pista que peor se adapta a sus características, la más rápida de los cuatro grandes, y esperar el fallo de Nole. Contará con una ayuda inestimable: Nadal, insaciable, sigue hambriento de gloria.