De todos los puntos de interés que podemos encontrar en la trayectoria de Andre Agassi, hoy quiero hablar de uno de los más dulces, posiblemente su título más especial. Ocurrió hace 25 años en las pistas de Roland Garros, un torneo donde apuntaba a dejar huella desde un principio y que, sin embargo, a punto estuvo de dejarle una herida incurable para siempre. Necesitó perder dos finales, recorrer el desierto y desenamorarse del circuito para luego volver más fuerte, con el equipo adecuado y dispuesto a recoger los frutos que todavía quedaban por arrancar. En París se hallaba el más jugoso de todos, una emoción que palpita con solo ver las imágenes.
“Si había algún año donde pudiera ganar Roland Garros, sin duda era 1999”, reconoció el propio Agassi años después sobre la cita en cuestión. “Jugué la final en 1990 y 1991, siendo favorito en ambas, pero en 1999 ya tenía 29 años, era distinto. Dos años antes había caído del Nº1 al #140 del ranking, pero me las apañé para remontar todo esa montaña. Sin embargo, en ese momento la tierra batida era muy difícil para mí, estuve a punto de no jugar el torneo por un dolor en el hombro, pero mi entrenador me convenció para jugar”, añade el de Las Vegas acerca de cómo reconstruyó su carrera en 1998 para volver a competir por los grandes torneos la temporada siguiente.
Lo curioso es que aquella gira de tierra batida, no es que fuera mala, es que fue casi nula. Agassi se plantó en su undécima participación en Roland Garros siendo el #14 del ranking mundial y habiendo ganado solamente dos partidos en polvo de ladrillo aquella temporada, ambos en Roma. “No tuve un cuadro sencillo, me surgieron algunos duelos complicados, pero de nuevo me planté en la final… y una vez más, siendo el favorito. Es más, la presión fue mucho más grande en 1999 debido a que ya había ganado los otros tres Grand Slam, así que esta era como una última oportunidad. Nunca volvería a estar tan cerca”, subraya con firmeza el norteamericano.
UNA CUENTA PENDIENTE
Fue en París donde llegaron sus primeras finales de Grand Slam, pero perdería tanto la de 1990 (Andrés Gómez) como la de 1991 (Jim Courier). Tras ganar Wimbledon (1992), el US Open (1994), el Open de Australia (1995), los Juegos Olímpicos (1996) y las ATP Finals (1990), el palmarés le exigía a Agassi seguir comprando sobres hasta encontrar el cromo que faltaba, un torneo al que siempre acudió con esa mochila sobre los hombros. "Era el único Slam que no había ganado nunca, el mismo que debería haber ganado diez años atrás”, comentaba Andre con su sentido del humor.
Salvando un par de veladas tranquilas, la mayoría de encuentros que disputó en aquella edición fueron dramáticos, duelos que avanzaron hasta un cuarto o quinto set, por no hablar de lo que sucedió en la final. Con Andrei Medvedev al otro lado de la red –un buen jugador en polvo de ladrillo que se asomaba a su primera final de Grand Slam–, el contexto y el cartel señalaba al estadounidense como el campeón anticipado, pero todos los pronósticos se evaporaron al verle perder los dos primeros parciales de la final. “Conocía muy bien a Andrei y su tipo de juego, también sabía que dos meses atrás estuvo a punto de dejar el tenis, la cuestión es que entré a ese partido muy nervioso, la noche anterior fue mala, Esto me hizo moverme muy lento, así que todo a mi alrededor sucedía muy rápido. Era un rival muy peligroso en tierra batida, sobre todo en condiciones húmedas, un jugador robusto de gran saque y buen revés. Controlaba bien la pelota y se movía bastante bien para su altura”, analiza el de Nevada sobre su adversario.
“No me movía, no estaba jugando bien, hasta que llegó la lluvia y se paró el partido. Ahí tuve la oportunidad de pensar, hablar con mi entrenador y reiniciar todo desde cero”, confiesa Agassi acerca del espaldarazo que recibió en los vestuarios por parte de Brad Gilbert, el hombre que le resucitó como deportista. “Con 4-4 en el tercero hice dos dobles faltas estando 30-15. Me puse 30-40, fallé el primer saque, así que pensé que iba a cometer la tercera doble consecutiva. Pero no, conseguí un servicio agresivo, me moví hacia delante y acabé con una dejada en la red. Después me mentalicé para ganar cuatro puntos y meterme de nuevo en el partido. A partir de ahí, solo hice que mejorar con el paso de los juegos”.
Noventa minutos después y con un marcador legendario (1-6, 2-6, 6-4, 6-3, 6-4), Agassi se convertía en el quinto jugador de la historia en completa el Career Grand Slam después de Don Budge, Fred Perry, Rod Laver y Roy Emerson, aunque él sería el primero en lograrlo sobre tres superficies diferentes. También se convirtió en el tercer jugador de la Era Open que levantaba dos sets abajo en una final de Grand Slam, después de que Björn Borg (1974) e Ivan Lendl (1984) lo lograran en este mismo torneo décadas atrás. Pero los números solamente sirven para consultarlos en los libros, lo realmente complicado de mostrar es la mirada de Andre tras el match point definitivo.
“No hay manera de explicar lo que se siente en un instante como ese, llega un momento donde piensas que no eres capaz de conseguirlo, así que una vez lo logras te acabas sorprendiendo por algo tan grande”, admite un hombre que ganó absolutamente todo. “Después de ese último punto me quedé en shock, todo había terminado, por fin me había quitado el peso de tener que ganar ocho partidos en vez de siete. Me había convertido en campeón de Roland Garros y la sensación era increíble. Después de esa emoción inexplicable, lo siguiente que noté fue alegría, el orgullo de haber llegado hasta ahí”, sostiene el pupilo de Gilbert, quien logró extraer su mejor versión desde el momento en que empezaron a trabajar mano a mano.
CERRAR EL CÍRCULO
Todo el mundo sonrió con aquel desenlace, incluso su oponente, aunque tardaría algunos meses en reconocerlo. “Por supuesto que conocía su historia, claro que sabía lo mucho que deseaba ganar Roland Garros. Lo necesitaba de algún modo, así que estoy feliz por él”, declaró el bueno de Medvedev, a quien le tocó la peor parte del plan. Aquel triunfo transportó a Agassi de vuelta al cielo, un lugar que conocía perfectamente y del que se precipitó por falta de oxígeno. Menos mal que era un tipo inteligente y, en esa misma caída, fue dejando garbanzos por el camino, por si en el futuro los astros volvían a alinearse y tenía la oportunidad de escalar por segunda vez aquel abismo. Y así lo hizo, le costó algunos años de sinsabores, pero lo hizo.
Mes y medio más tarde, Agassi haría final en Wimbledon, ganaría el US Open, saldría subcampeón en las ATP Finals y terminaría la temporada como Nº1 del mundo, un logro que solamente se daría en aquella temporada de 1999. Un impulso que luego se mantendría durante un lustro repleto de nuevos éxitos, pero ninguno supo tan dulce como el hecho de poner su nombre con letras de oro en la Philippe Chatrier. “Si hablamos de logros, diría que es el mejor momento que he tenido nunca dentro de una pista de tenis. Esa sensación me acompañará el resto de mi vida, fue la que me ayudó a tener esperanza cada vez que pensé que no podría conseguir algo”, concluye el campeón.