Día importante en Punto de Break, noche de domingo para abrir los libros de historia y recordar a una de esas personas imprescindibles para entender el crecimiento del tenis. ¿Quién fue Suzanne Lenglen? Una mujer imposible de olvidar.
Llevo ya muchos años escribiendo artículos vintage y pocos me causan una emoción parecida a este. Por el personaje que toca, Suzanne Lenglen, y por la época que describe, los orígenes del tenis. Hoy quiero situaros en las mismísimas raíces de Wimbledon, cuando en 1884 apostaron por añadir un cuadro femenino al torneo masculino que se venía celebrando desde siete años atrás. Nombres como Maud Watson, Lottie Dod, Charlotte Cooper, Blanche Bingley, Dorothea Douglass o May Sutton absorbieron el protagonismo durante sus primeras 30 ediciones, hasta que la Primera Guerra Mundial tiró abajo todo el escenario durante cuatro largas temporadas. A su regreso en 1919, la historia del tenis jamás volvería a ser la misma.
Se podrán imaginar las ganas que había en el distrito de Merton de volver a disfrutar de tenis en directo. Las colas para reencontrarse con aquel pasto inmaculado fueron interminables, lo que no esperaban encontrar era una francesa de 20 años con el objetivo de revolucionar para siempre el deporte mundial. Ya se venía comentando desde hacía tiempo las maneras de aquella mujer, su estilo de juego emocionante, electrizante, cautivador para todo aquel que pusiera los ojos en ella. Aquel verano supuso su presentación en la sociedad británica… y no decepcionó. Arrancó su trayectoria a lo grande, encadenando cinco títulos en Wimbledon (1919-1923) y un sexto en 1925, aunque todo esto lo pueden revisar en Wikipedia. Mejor hablemos de los orígenes de la Divina.
Suzanne Rachel Flore Lenglen nació en mayo de 1899, quiso el destino que coincidiera con las fechas de celebración de Roland Garros, torneo que le rinde homenaje desde 1997 con su segundo pista en importancia. Sus padres, pertenecientes a la burguesía provincial de Compiègne –un departamento urbano en el norte de París– eran propietarios de una empresa de transportes poco rentable. Este negocio les permitió comprar una casa pequeña en el sur de Francia donde iban de vacaciones, lugar donde Charles Lenglen descubriría la popularidad de una nueva actividad llamada lawn tenis. Allí conoció a las primeras estrellas inglesas, vio cómo se ganaban la vida y rápidamente tuvo un pensamiento: ‘Mi hija podría hacer esto’. Pensando en un mejor futuro para Suzanne y desestimando los consejos de su mujer, Anais, decidió dar un volantazo en el núcleo familiar.
Así nacería el régimen de entrenamientos de Papá Lenglen, un sistema que rozaba el abuso, según cuenta David Berry en su libro ‘A people’s history of tennis’. Si algo tenía claro Charles era que estaban en desventaja con el resto de jugadores, así que tocaba remontar a base de horas y horas de trabajo. Mientras los ingleses paraban para tomar el té, ellos continuaban con la instrucción militar, presionando a su hija para que pusiera cada pelota en la línea. Le enseñó a considerar cualquier error como algo imperdonable, un punto regalado era inconcebible. ¿Demasiado exigente? Seguramente, pero así fue como la convirtió en campeona, ese fue el peaje hasta el éxito.
Todas las habladurías se cumplieron en Londres desde el primer momento en que la vieron. Su estilo emocionaba, pero lo que de verdad causó tendencia fue su indumentaria. Falda corta a mitad de la pantorrilla y un cárdigan rojo/naranja que iba cambiando en cada partido. En su cabeza, una banda de gasa de seda sombreada que tomó ‘prestada’ del ballet. Tenía sentido: Suzanne bailaba sobre la pista. Con esa elegancia atrapaba al espectador y arrollaba a sus rivales, con numerosos saltos atléticos y otros gestos extravagantes que hacían imposible dejar de mirarla. El show se mantenía también entre puntos, donde la francesa se retocaba el maquillaje, lanzaba besos a la multitud y aprovechaba para tomar un trago de brandy. Era tal la magnitud que generaba que, después de cada victoria, tenía la deferencia de recibir a sus seguidores en el camerino.
LA MEJOR FINAL DE LA HISTORIA
Aunque la belleza siempre será una verdad intangible, no es que Lenglen fuera una mujer que destacara por su hermosura. Se atrevió a decirlo Teddy Tinling, uno de los diseñadores más célebres de la época, señalando la mandíbula larga y rostro fuerte que mostraba, aunque como atleta no había discusión. “Las mujeres trabajan pensando en Suzanne, porque ella se atreve a representar todos sus sueños”, añadió el propio Tinling. En su arte dentro de la pista se hallaba el secreto del éxito, así fue como levantó su primer Wimbledon en 1919, derrotando en la final Dorothea Lambert Chambers, la mujer que había conquistado cuatro de las cinco últimas ediciones previas a la guerra. Vistas en imagen no podían ser más diferentes, ya fuera por manera de vestir, el peinado, la edad (20-40) o, sencillamente, la actitud. También por el juego, tal y como aprobaron las 8.000 personas presentes en pista. Un duelo vibrante (10-8, 4-6, 9-7) que se recordó durante muchos años.
La mayor anécdota sucedió tras el segundo set, cuando Chambers meditó retirarse al ver que el físico no le daba para más. Mientras tanto, al otro lado, Suzanne pedía otro brandy. Finalmente, la británica apostó por darlo todo en el parcial definitivo, no quiso fallarle a su gente, incluso llegó a colocarse con 6-5 y dos bolas de partido. Le traicionaron los nervios, aunque Lenglen puso de su parte salvando una de ellas con una volea milagrosa que, tras tocar en el marco de su raqueta, luego rozó la cinta y cayó en la pista de Dorothea. “Si alguna vez hubo un tiro con suerte, fue ese”, reconocería después la francesa, que acabó remontando y apuntándose una de las finales más largas de la historia. Dicen que ambas terminaron destrozadas, sangrando por los pies y la zona del corsé, rechazando por agotamiento la propuesta de Jorge V de subir al palco. Tan intensa fue la experiencia que hasta se hicieron amigas.
Aquella victoria supuso el trampolín para Suzanne Lenglen, que no volvería a perder un partido en Wimbledon en los próximos seis años (dio W/O en semifinales de 1924 ante Kitty McKane, futura campeona). Fuera de Wimbledon, en esos seis años solo perdió una vez. Reescribió las reglas del tenis femenino y personificó a la nueva mujer vanguardista: agresiva, convencida e independiente, ambiciosa y deseosa de adueñarse de los felices años 20. Se transformó en una estrella, con una persecución fuera de las pistas al nivel de los actores de Hollywood. Pasó a ser una celebridad mundial, hasta la prensa internacional se refería a ella por su nombre de pila. Se ‘quedó’ con todo lo que no había logrado Dorothea Chambers, quien, pese a reunir innumerables títulos, no atesoraba el mismo discurso ni reputación que ella.
SALTO AL PROFESIONALISMO
Todo iba rodado, el presente era idílico, hasta que llegaron las curvas. Como ya sabrán, a los amateurs se les prohibía competir por premios en metálico, se les negaba disputar partidos o exhibiciones con profesionales, y ni hablar de aparecer en la prensa. Así fue como se aniquiló cualquier indicio de entretenimiento, provocando la aparición de emprendedores que quisieran beneficiarse de un nuevo contexto. Charles Pyle fue el pionero en este negocio, fichando a los dos primeros profesionales: Bill Tilden y Suzanne Lenglen. Ambos concentraron grandes fortunas, movieron a las masas, colapsaron estadios, todo el mundo quería verlos, aunque la transición no fue rápida. Hasta cambiar a esta nueva realidad, Charles Lenglen se encargó de que su hija fuera cogiendo un buen pellizco en cada torneo que jugaba. Eso sí, dándole vuelta y media al reglamento para encontrar la fórmula de obtener dinero. Si se hubiera escrito una guía de artimañas sobre cómo deslizar parné a tus bolsillos de manera imperceptible, su autor sería, sin duda alguna, la familia Lenglen.
Así fue como la francesa acaparó un poder económico tan dilatado que le posibilitó hacer una gira por Europa cada verano, acompañada de un séquito conformado por su padre, su peluquero, un masajista e incluso algunas celebrities londinenses que fue conociendo a lo largo de los años. La gente no entendía nada: si seguía siendo amateur, ¿cómo era capaz de financiar esas giras tan costosas? La respuesta estaba en uno de los miembros de su equipo: Lady Wavertree. O mejor dicho, de su marido: Francis Fisher. Neozelandés, exjugador y ahora centrado en la política. A Francis se le conocía como ‘Rainbow Fisher’ por su facilidad para cambiar de bando, un ‘chaquetero’ de toda la vida. Fue director de Dunlop, por lo que su interés comercial estuvo siempre ligado a Lenglen y los torneos que disputaba, donde se utilizaba su pelota con religiosidad. Un buen ejemplo fue la exhibición celebrada en febrero de 1926 entre la francesa y Helen Wills.
Allí se enfrentaron la dueña del circuito ante la futura reina, una atracción a nivel mundial. Se llegó a pagar $15.000 dólares a cada reportero por cubrir el evento. Las entradas nunca bajaron de $100. Respecto a los derechos, se vendieron al mejor postor. Aquel día ganó Lenglen (6-3, 8-6), siendo su partido más reñido desde la épica final de 1919. Pese a todo, Wills era considerada la gran candidata a conquistar Wimbledon aquel verano, a sus 21 años tenía todo para dar el relevo generacional, pero una enfermedad la dejó fuera de la competición. Su ausencia la aprovechó Suzanne para ganar cómodamente su sexta corona en el SW19. La trastada vendría después con su famoso plantón a la Reina de Inglaterra, un hecho que ya contamos en Punto de Break y que la pondría en contra de la prensa y el público local. Dejó de ser la favorita, perdió el cariño de la gente, hasta rebajó sus ingresos debido a las malas praxis de su padre. Era el momento de pasar página, casi por necesidad.
Aquí es donde irrumpe con fuerza Charles Pyle, anteriormente citado. El productor le ofreció $75.000 a cambio de una gira de 38 partidos por Estados Unidos, contrato que firmó en agosto de 1926. Aquel día sería oficialmente desterrada del tenis, para siempre. Le rescindieron la membresía del AELTC, uno de los beneficios que obtenían los campeones de Wimbledon, pero no le importó. “Convertirme en profesional supone escapar de la esclavitud, ya nadie puede ordenarme que juegue torneos en beneficio de los dueños de los clubes”, confesó. Se había divertido como nadie durante todos estos años, pero el precio a pagar fue alto. “He puesto mi granito de arena para fomentar el tenis en Francia y en todo el mundo, ya es hora de que el tenis haga algo por mí”, añadió Suzanne, refiriéndose al dinero que a partir de ahora registraría.
La campeona cumplió con lo esperado: ganó los 38 partidos programados y apenas cedió unos juegos en total. Lo hizo con alegría, pero aceptando una exigencia y un ritmo agotador, implacable. Solo ella fue testigo de la somanta que supuso tal cantidad de viajes acumulados, durmiendo en vagones de ferrocarril y llevando una cancha de tenis plegable para practicar. Aquella fue la primera gira de la historia que ofrecía tenis como espectáculo de variedades, por eso el público asistente no era el mismo que el de los torneos, sino de una clase mas baja. Al ser los costos altos, Pyle fue añadiendo más ciudades sobre la marcha, así que la gira concluyó en febrero de 1927, seis meses después del inicio.
“Esta aventura ha sido un éxito financiero, ha ido mucho más allá de nuestras expectativas”, declaró Pyle como balance. Mentía. Aquella gira estuvo lejos de ser exitosa, aunque sí ayudó a popularizar el tenis y abrirse a una nueva audiencia. El productor se pasaría después al fútbol americano, mientras que Lenglen volvió a Francia a trabajar en una casa de moda y dirigir una escuela de tenis. Jamás regresó al circuito y sus torneos, ya que nunca le perdonaron que se hiciera profesional. Años después intentó acudir a Wimbledon, pero no le permitieron sentarse en el palco de jugadores. Con el corazón totalmente roto, dolida por la falta de gratitud, Suzanne se tuvo que ubicar en las gradas, aunque no estuvo sola. A su lado, su amiga Dorothea Lambert no encontró mejor manera de demostrarle que hay amistades que pueden con todo, pasara lo que pasara siete años atrás en esa misma cancha.
TRISTE FINAL
Su condición de pionera, su extenso palmarés y su carisma inconfundible no fue suficiente para que esta historia termine con perdices sobre la mesa. Su paso al profesionalismo y su descuido ante la realiza británica fueron peajes imposibles de tapar. Terminó siendo atacada por su vestimenta, criticada por enseñar más de lo establecido, convirtiéndose en una diana fácil para los hombres de la época. Pero Suzanne lo tenía claro: su libertad estaba por encima de cualquier envidia que pudiera despertar. Así permaneció el resto de su vida, bajo un escrutinio público permanente, descubriendo el lado más turbio de ser ‘influencer’.
Lenglen, que nunca se casó, murió por una anemia hace justo 85 años –4 de julio de 1938–, con tan solo 39 años de edad. Los últimos los dedicó encarecidamente a reconciliarse con su padre, el hombre que siempre había dominado y dirigido su vida, no siempre con acierto. Terminó sufriendo el estrés de las grandes estrellas, uniéndose a otras muerte prematuras como fueron los hermanos Doherty o los hermanos Renshaw, todos fallecidos antes de los 43 años. En cambio, su gran amiga y rival, Dorothea Chambers, vivió hasta los 81, a cambio de dejar una huella menos profunda en la memoria. Era una época donde todavía no había agentes, ni psicólogos, ni siquiera estrellas anteriores para servir como espejo. Ese protagonismo saturado terminaría siendo letal, aunque al mismo tiempo fuera la llave para abrazar la eternidad.