La promesa de Pete Sampras

El estadounidense sufrió una metamorfosis a finales de la temporada 1992. Un diálogo interno que le llevó a convertirse en el mayor campeón de la historia.

Fernando Murciego | 4 Dec 2022 | 20.45
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Pete Sampras durante la temporada 1992. Fuente: Getty
Pete Sampras durante la temporada 1992. Fuente: Getty

No les vamos a engañar, la carrera de Pete Sampras es una novela plagada de éxitos, desde que se hiciera profesional en 1988 con tan solo 16 años, hasta que anunciara su retirada con 32 después de conquistar el US Open 2002. Sin embargo, hubo un momento en todo ese proceso donde el estadounidense, siendo ya un gran campeón, realizó un ejercicio de autocrítica para dar el salto al siguiente nivel. Aquel monólogo interno sucedió a finales de 1992, calendario en el que tuvo dos experiencias determinantes para el futuro. Fue el momento donde su cabeza hizo ‘click’, donde pasó de ser un grandísimo jugador a convertirse en el auténtico dominador del tenis mundial.

¿Quién era Pete Sampras en 1992? A esas alturas ya era el jugador más joven de la historia en ganar el US Open (1990), pero en su maleta también llevaba la experiencia del año siguiente, donde la presión y ciertas derrotas le llevaron a chocar contra la realidad. Pero el cambio más importante aquella temporada estuvo en su banquillo, dejando de trabajar con Joe Brandi e iniciando una nueva etapa con Tim Gullikson, al que muy pronto dedicaré un artículo. Este hombre fue fundamental en su vida, le cambió todos los golpes y le hizo recuperar la confianza en sí mismo, firmando su primera gran actuación en Wimbledon (semifinales) y alcanzando por segunda ocasión la final del US Open. Dos encuentros que perdió y que terminaron provocándole una erupción mental tan severa que jamás volvió a ser el mismo.

ALGO MÁS QUE UNA DERROTA

31 de agosto de 1992. Pete Sampras busca reconquistar la Gran Manzana dos años después, pero el destino no se lo pone fácil. Después de tumbar a Jim Courier (#1) en semifinales, en la final le espera el Nº2 y vigente campeón, un Stefan Edberg que apuntaba a su sexto título de Grand Slam. Se habían enfrentado cuatro veces y Sampras había ganado las dos últimas, pero un obstáculo desafortunado dejó sin fuerzas aquel día al estadounidense, que en aquel momento completaba el podio mundial.

“Cuando me desperté el día de la final me sentí muy bien, había llegado a una nueva final del US Open. Estaba feliz y eso explica por qué no sentí nervios en absoluto. Salió un día ventoso, el aire soplaba más de lo habitual en la Louis Armstrong, pero hubo un factor atenuante cuando empezó el encuentro: sufrí calambres y deshidratación debido a una intoxicación alimenticia. Fue algo a lo que le resté importancia, ya que soy un firme defensor de la regla australiana: si estás lo suficientemente en forma para comenzar el partido, estás lo suficientemente en forma para no poner excusas después de una derrota. En última instancia, mi rendimiento en la final tuvo mucho menos que ver con cualquier problema físico y sí mucho con los factores mentales y emocionales”, reconoce el de Washington en sus memorias.

Pete se apuntaría el primer set de aquella final para luego entregar el segundo en un claro cambio de tendencia. Una doble falta en un momento delicado le llevó a perder también el tercero, arrancando 3-0 abajo en el cuarto y diciendo adiós a cualquier halo de esperanza (3-6, 6-4, 7-5, 6-2). En la rueda de prensa post-partido se le vio relajado, con un discurso impostado, controlando al detalla cada frase y, por supuesto, evitando confesar los problemas estomacales que había sufrido. “A medida que iba avanzando el partido sentía que me estaba quedando sin gasolina, estaba muy cansado, tal vez más mentalmente que físicamente. Intentaba decirme a mí mismo que podía darle la vuelta a aquello, pero no fui capaz”, apuntó el americano. Entre quejarse de sus dolores o su falta de carácter en los dos últimos sets, Pistol prefirió la segunda opción: “Había jugado pésimo, es cierto, pero lo más grave es que había jugado sin corazón, esto era un pecado todavía mayor”.

Menos mal que la última gira del año le traería una alegría todavía por desbloquear: su primera Copa Davis. Estados Unidos reunió el que muchos denominaron como ‘el mejor equipo de todos los tiempos’: Andre Agassi y Jim Courier en los individuales, Pete Sampras y John McEnroe para el dobles. Así lo decidió Tom Gorman tras ver cómo había sido el calendario de todos los componentes, aunque Pete lo aceptó sin rechistar. Enfrente estaba la Suiza de Marc Rosset (reciente oro olímpico en Barcelona) y Jakob Hlasek, dos expertos en pistas rápidas que amenazaron con dar la sorpresa llegando al sábado con 1-1, incluso lideraron el punto de dobles ganando los dos primeros sets, pero la dupla Sampras/McEnroe remontó para que al día siguiente Courier zanjara la discusión. El título se quedaba en manos del ‘Dream Team’, que reconquistaba la Ensaladera dos años después.

Sin embargo, en la cabeza de nuestro protagonista todavía quedaba la herida de sus últimos fracasos, dos momentos en 1992 que no le dejaban conciliar el sueño, torturándole continuamente con su falta de mordiente a la hora de competir. Comportamientos que, por otro lado, llevaron a Sampras a la máxima exigencia mental, lo que fuera con tal de que no se repitieran aquellas decepciones. “Enfrentarme cara a cara con esa realidad me permitió descubrir dos circunstancias críticas en 2022: la semifinal en Wimbledon con Goran Ivanisevic y la final del US Open con Stefan Edberg. En ambas había bajado los brazos pese a tener todavía reservas a las que recurrir, aunque el partido con Stefan fue la gota que colmó el vaso. Si a mí no importaba luchar, ¿a quién le importaría? Había desperdiciado dos grandes oportunidades sin garantías de volver a vivir esos momentos en el futuro”, se recriminaba una y otra vez.

Tenía 21 años, pero aquellas experiencias le llevaron a alcanzar un mayor grado de madurez. Se encerró en sí mismo, no quería compartir sus pensamientos con nadie, aunque sabía que tanto su equipo como su familia le hubieran perdonado. El que no era capaz de perdonarse era él. “Mi futuro ya no consistía en lo bueno que pudiera llegar a ser para ganar grandes torneos, hacía tiempo que ya estaba en esa etapa, aunque todavía debía desarrollarme más en lo físico y en lo técnico. La verdadera pregunta era: ¿Quiero ganar Grand Slams? El partido con Edberg me obligó a enfrentarme a esto, a generar un diálogo interno que se prolongó durante dos meses, Me sentía abrumado por mi rápido ascenso a la cima, quizá estaba demasiado contento con lo que estaba logrando. Llegué a pensar que era un cobarde”, declara el hombre que más tarde conseguiría el récord de 14 majors.

CONVERTIRSE EN UN CAMPEÓN

Tras unas semanas de reflexión, Pete dio con la respuesta que buscaba, la que serviría para definir su identidad de aquí hasta el final de su carrera. “Todo el mundo tiene un lugar en este mundo, pero lleva un tiempo encontrar la zona donde te encuentras cómodo. Algunos muchachos llegan al Nº1 y rápidamente piensan: ‘No me gusta estar aquí, es demasiado solitario, demasiado estresante y muy demandante’. Así que se acomodan y encuentran una zona de confort siendo Nº3, Nº5 o lo que sea. Yo podría haber hecho eso, una parte de mí lo hizo al inicio de mi carrera, lo cierto es que cuando no eres el Nº1 siempre hay un motivo en el que puedas esconderte. Puedes llegar a la segunda semana de los Grand Slams, ganar uno de vez en cuando y aumentar tu respeto y tus ganancias, llevar una vida excelente y sin estrés”, discurría en voz alta.

Pero el compromiso de Pete iba más allá de todo eso, descubrió que poseía un talento mayor que los demás, un talento que había que cuidar y proteger. Tenía un don y se estaba alejando de él, le dama miedo no ser lo suficientemente bueno como para extraer todo su potencial. “Me di cuenta que el tenis no se trataba de llegar a algún lugar, sino de permanecer en algún lugar. Algunos de nosotros llegamos ahí arriba y no queremos dejarlo, no queremos ver cómo otro tipo nos arrebata ese lugar. Esto es lo que te convierte en un guerrero, un competidor maduro y completamente formado. Es algo que está en ti, algo que debes resolver como individuo. Si descubres que tienes la necesidad de ser el mejor, entonces no puedes esconderte. Tienes que prepararte para llevar una diana en tu espalda y acostumbrarte a vivir con ella”.

Esa conversación entre Sampras y Pete ocurrió a final de 1992, justo en una pretemporada que traería la versión más salvaje del norteamericano. No quería volver a fallar en partidos grandes, para eso había entregado toda su infancia y todo su tiempo. Había nacido para ganar, así que afrontó 1993 con el deseo de ir a por todas, con el uniforme de guerrero y sin temor a tropezar. Así empezaría la etapa más gloriosa del mejor jugador del siglo XX, alguien que aprendió a manejar la presión y a ganar en días malos como ningún otro de su generación. En 1993 se convertió en número uno, levantó su primer Wimbledon y su segundo US Open. El resto es historia.