
El último partido de la carrera de Fabrice Santoro fue ante el norteamericano James Blake. París vivía una jornada histórica con la despedida de un jugador irrepetible. El tahitiano, querido por la hinchada, emanaba un aroma único, lleno de particularidades que cualquiera captaba tras ver su milimétrica precisión.
Su juego de salón conectaba con su gran movimiento de pies, haciendo suya la cancha, envolviéndola de forma silenciosa, atrapando al espectador en su silla. Para el mago, la pista aparentaba ser su propia chistera. El tenis no tiene guion, pero parecía que al francés nunca se le acababa la tinta (que se lo pregunten a su compatriota Arnaud Clement).
Personaje inimitable
Quizás, Santoro no fue un pionero, pues este deporte camina por derroteros muy distintos. Sin embargo, esa era, justamente, su mayor cualidad: la capacidad de crear, de determinar en lo que, a priori, parece indeterminado.
Con su derecha a dos manos, su juego cortado y sus innumerables ángulos, que combinaba con dejadas de ensueño, presentaba al mundo un método paradójico.
El polinesio, aunque suene extraño, limitaba su libertad. Es decir, su estilo sólo podía triunfar si explotaba todos los lados de la pista. Todo su cuerpo, con la raqueta como extensión del mismo, debía conectar con su entorno. Necesaria simbiosis, preso de las líneas, necesitaba apoderase del contexto. Tenis por mandato.
Por eso su procedimiento era clínico, nada más lejano del azar. No intercambiaba golpes, sino que jugaba con su rival. Cambiaba el patrón del oponente que parecía un espejo de su propio ser, una forma, eso sí, fallida. En ocasiones, en los días donde se veía superado, el galo peleaba y comparecía ante hidras. En su derrota, como en el hambre para el campesino, sólo mandaba él.
Icónico despliegue ante la falta porque con su hacer, demostraba sus propias limitaciones, su incapacidad para ir por el camino corto. Camaleónico, disfrutaba luciendo diversas máscaras.
Metaformo por naturaleza, Fabrice lograba expresar distintas variantes del juego como si estas realizaciones formaran parte de su propia cosecha. Presionaba en el segundo saque, subía a la red (cabe recordar lo gran doblista que era), cortaba la bola desde ambos lados o atraía al rival a la red para pasarle con un globo perfecto. Puntos que acaban con una sonrisa de aquel que sabe que, después de todo un despliegue imaginativo, lo ganado era un único punto. Prometeo encadenado.
Le magicien y la creatividad
Con lo que llegamos a preguntarnos, tal y como han hecho diversos intelectuales, qué es eso de la creatividad. Por nuestra parte, dejamos algunas de las incógnitas más habituales: ¿es una capacidad humana o la compartimos con otros seres no humanos?, ¿forma parte de nuestra naturaleza o es, más bien, un rasgo cultural que uno debe aprender?, ¿es una función cerebral o es un conjunto de acciones que seleccionamos al accionar?, ¿la creatividad es un proceso o sólo es aplicable a proyectos finalizados? o bien, para definirse como tal, ¿toda creatividad debe transgredir un estado de cosas?
No podemos entrar de lleno en la cuestión, pero, echando la vista atrás, pensando en el pasado, ¿a quién no le gustaría que apareciera un tenista de mencionada habilidad?
Llegando, finalmente, a una conclusión: la creatividad es un atributo humano que debe descubrirse, revelarse ante los demás. Dicho de otro modo, la creatividad es un concepto relacional, necesita de otros sujetos evaluadores de las operaciones que se han realizado. No es un simple acto imaginativo, cerrado en los confines de nuestro ego, sino todo un despliegue de capacidades, de muy distinto tipo, que, prefiguradas por un fin, toman sentido a través de su concatenación.
Por ello, Fabrice Santoro, en sí mismo, no es la creatividad. Es el sujeto por el cual vemos que es posible encontrar esta capacidad. Es la fuente de la que brota. Y esto, queridos lectores, es más que suficiente.