El hombre que enseñó a jugar a Rod Laver

Dicen que el primer entrenador es el que te marca para el resto de tu carrera. Hoy contamos la historia de Charlie Hollis, el mentor del mítico Rod Laver.

Fernando Murciego | 29 Jan 2022 | 22.25
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Charlie Hollis, el primer entrenador de Rod Laver. Fuente: Getty
Charlie Hollis, el primer entrenador de Rod Laver. Fuente: Getty

¿Qué porcentaje de responsabilidad tiene un entrenador de tenis en los éxitos de su pupilo? Mañana, gane quien gane la final masculina, escucharemos la respuesta clásica en boca de Moyá o Cervara: “El mérito es 100% del jugador”. Sin embargo, no es lo mismo la persona que te acompaña en el circuito profesional a la persona que te pone por primera vez una raqueta en la mano. Toni Nadal sería el mejor ejemplo.

Aprovechando que estamos en el Open de Australia, nunca está de más homenajear a una leyenda como Rod Laver, aunque esta vez los halagos serán para Charlie Hollis, el hombre que convirtió a un chaval de 10 años en uno de los mayores campeones de la historia del deporte.

Para conocer a nuestro protagonista hay que coger la máquina del tiempo y viajar hasta los años 40. Charlie Hollis era un apasionado del tenis, se dedicaba a viajar por toda Australia enseñando los secretos que escondía una raqueta. Como si fuera un nómada, nunca permanecía más de dos años en el mismo lugar, ya que otro niño le esperaba en alguna otra ciudad para recibir sus consejos. Era alto, musculado y muy profesional. Fue instructor de artillería en la II Guerra Mundial, experiencia que le marcó a la hora de enseñar. Le gustaba ser agresivo con sus pupilos, el volumen de sus gritos iba acorde con la intensidad del entrenamiento, la motivación era imprescindible en sus maneras. Un buscador de talento que la Federación Australiana de Tenis no tardó en alistar.

Así fue como Hollis se encargó de perfilar a varias generaciones de campeones locales: Fred Stolle, Mal Anderson, Daphne Seeney, Roy Emerson, Wally Masur o Mark Edmondson. En 1948, un buen amigo le invitó a su casa para que conociera a sus tres hijos y analizara sus capacidades. Bob y Trevor, los mayores, empezaron a practicar ante su atenta mirada. Mientras, el más pequeño de los tres, les espiaba desde la ventana de la cocina. Tenía tan solo 10 años y su nombre era Rodney George Laver. “Deja que el mocoso pruebe unos tiros, a ver de qué está hecho”, le lanzó Hollis a Roy, el padre de familia. Cuentan que con un gesto fue suficiente, la conexión fue inmediata. Era la primera vez que Rodney agarraba una raqueta y, sorprendentemente, superó el examen con nota: pasó al otro lado más bolas de las que dejó en la red. Charlie se dirigió a su amigo, le agarró la mano y le leyó el futuro: “Será el mejor de los tres, le entrenaré sin nada a cambio, creo que podemos construir a un campeón”.

Hollis soñaba con aportar su granito de arena al tenis australiano, pero odiaba perder el tiempo. Era un sabueso del talento, experto en encontrar futuros campeones. Lo único que no toleraba era la falta de actitud. “Un jugador profesional debe tener tres elementos imprescindibles: corazón, cabeza y no rendirse nunca”, repetía sin parar. Era un espíritu libre, una enciclopedia de experiencias, un enamorado de su trabajo que nunca se movió por dinero. No sabemos lo que vio en aquel chico de 10 años, lo que sí conocemos son las palabras que Laver escribiría en su autobiografía tantos años después: “Si los caminos de mi padre y de Charlie no se hubieran cruzado, yo jamás hubiera sido tenista profesional”.

Mr. Hollis le enseñó todo al pequeño Rodney, sobre todo a no ser complaciente con ninguna situación, a no aflojar cuando las cosas fueran bien, a mantener el instinto asesino en cada momento. “Sal ahí fuera e intenta ganar rápido. Si puedes, gánale 6-0 y 6-0, destrúyele. No te relajes si vas ganando, nunca le des a tu rival la mínima oportunidad de volver al partido”, insistía el coach. Pero si una idea se grabó a fuego en la cabeza del tenista de Rockhampton fue la de no rendirse nunca. Nunca en nunca, bajo ninguna circunstancia. Esa mentalidad positiva fue la que le salvó en el Open de Australia de 1959, cuando tuvo que remontar dos sets abajo ante Neal Fraser para levantar el primer Grand Slam de su carrera. En el cuarto set, cuando afrontó 2MP en contra, seguro que se acordó de Hollis.

LA FÓRMULA PARA CREAR UN CAMPEÓN

Emitir al rival la percepción de no rendirse nunca era lo más importante. Así fue como nació el gran Laver, un competidor inconmensurable con el viento a favor, pero también ante la adversidad. Charlie puso mucho empeño en que fuera un tenista completo, que controlara cada golpe y fuera peligroso en todas las superficies. Para ello, el factor físico era fundamental. “Rodney, que se te quede grabado esto para siempre: si tú estás cansado, el rival tiene que estar exhausto”. ¿Y si estamos los dos exhaustos?, respondía el de Queensland. “Entonces céntrate en pasar siempre una bola más, que sea el otro quien cometa los errores. La mayoría de los juegos se ganan así, sin fantasías. Los golpes imposibles no ganan torneos, pero te puede hacer perderlos”. Laver aprendió que lo sencillo, muchas veces, es lo que te lleva a la grandeza.

¿Y era muy duro trabajar con el ex militar australiano? Se lo pueden imaginar, mucho más si tenemos en cuenta que con Laver nació la tendencia de golpear la pelota con efecto liftado. “Ningún entrenamiento con Charlie se acababa sin que antes conectara 200 tiros con top spin”, recuerda The Rocket. En cada golpe, Charlie le corregía desde el fondo de la pista, con su clásico grito estremecedor. La altura de Rod (1’73m) era su mayor handicap, por eso el trabajo físico también fue más intenso de lo habitual. Pero Hollis siempre estuvo a su lado, con esa fe inquebrantable en su pupilo y una ambición inagotable. En 1969, tras firmar el segundo Grand Slam de su carrera, la felicitación de su primer entrenador llegó con deberes incluidos: “Enhorabuena por tu segundo Grand Slam, ¿para cuándo el tercero?”.

Charlie le enseñó cada truco dentro de la pista, le convirtió en un competidor indeclinable, incluso tuvo permiso para formarle como persona. En momentos de reflexión, siendo Laver todavía un adolescente, Hollis le explicaba la tradición y las culturas de los cuatro Grand Slam. Tan claro tenía que aquel chico acabaría viajando a París, Londres o Nueva York que no quería dejar ningún cabo suelto, un cambio de aires no podía pillarle por sorpresa. “Cada vez que tomes una avión debes saber lo que te espera al otro lado, tienes que aprender a formar parte del cuadro. Queremos estar orgullosos cuando te conviertas en un gran campeón, representas a toda la gente de Rockhampton, Queensland y Australia. Nunca pierdas las formas, intenta vestir bien y muestra tu disciplina delante de tus padres, ellos la merecen más que nadie. Tienes que ser un gentleman, como Jack Crawford, admirado por todos sus oponentes debido a su gran deportividad”.

El tiempo empujaría a Rod Laver a ser el mejor tenista de su época, como amateur y también como profesional. En su palmarés brillan un total de 198 títulos individuales, aunque solo 72 reconocidos oficialmente. Sigue siendo el único jugador de la Era Open capaz de ganar los cuatro Grand Slam en una misma temporada, heroicidad que firmó en dos ocasiones: 1962 y 1969. Pero sus triunfos, sus éxitos y su imagen legendaria no hubieran sido posibles sin la persona que diseñó los planos del proyecto, el hombre que detectó algo especial con tan solo verle un gesto. “En los cuatro años que me entrenó, de los 10 a los 14, Charlie Hollis me hizo creer que si seguía todas sus directrices, podía convertirme en un campeón del tenis”. Por suerte, Rod fue un alumno extraordinario.