
Ganar, pase lo que pase, sea como sea, en cualquier contexto y ante cualquier rival. Ganar como medio para inspirar a personas en todo el planeta, para ganarse el respeto y el cariño que muchos aún le niegan incomprensiblemente, para disfrutar de un desafío apasionante como es superarse a sí mismo, pero también como fin: ser el mejor tenista de la historia. En un mundo cada vez más resultadista, suelen emitirse juicios de valor sumarísimos en función del triunfo o la derrota, de esa delgada línea que separa ambos conceptos y por la que Novak Djokovic transita como el mejor equilibrista. La solidez emocional que es capaz de alcanzar el serbio denota una determinación clara por seguir inscribiendo su nombre con letras de oro en los anales de la historia de un deporte que está reinventando y en el que ha alcanzado un estatus superior tras ganar a Dominic Thiem en el Open de Australia 2020.
En pocos ámbitos de la vida como el deporte puede comprobarse la consistencia mental de una persona sometida a la presión más insoportable. El tenis es un ejercicio de tortura y sufrimiento para todo aquel loco que dedique su vida a desafiar a los límites naturales de la psicología entre unas líneas que determinan el campo de acción. Esas líneas atrapan y pueden tejer una maraña en la que hasta los mejores queden alguna vez atrapados. Sin embargo, Novak parece desentrañar todas las trampas que se le ponen por delante para seguir haciendo algo a lo que parece predestinado: ganar. Ganar porque no hay agujeros técnicos en su tenis, ganar porque ostenta una clarividencia táctica pocas veces vista en la historia de este deporte, ganar porque se lo merece, ganar porque es el mejor.
Muchos tratarán de restar mérito a sus éxitos diciendo que no es el que más propone, que no es el jugador que tiene un rasgo definitorio en su tenis y que en los últimos Grand Slams en los que se impuso lo hizo de una manera extraña, sin alharacas, al ralentí, superando momentos tensos y dando la sensación de que no hizo demasiado para conseguirlo. Eso no es más que un mérito enorme, como lo es el hecho de que un hombre que ha compartido toda su carrera profesional con Roger Federer y Rafael Nadal, sea capaz de ostentar 17 títulos de Grand Slams. ¿Cómo se le gana a Djokovic? Es la pregunta que debe rondar la mente de todo rival que se enfrente a él, especialmente en Melbourne.
La ciudad australiana se ha convertido en un segundo hogar para el tenis serbio, que se siente mucho más querido de lo habitual, que está respaldado por una comunidad serbia fiel a su ídolo y donde encuentra las condiciones idóneas para que su tenis brille. Su capacidad innata para pasar de la defensa más férrea y aguerrida al ataque más mortal es el resumen perfecto de su esencia como jugador. La notable mejoría en su segundo servicio y un trabajo infatigable por reducir su debilidad en la red, muestran a las claras la capacidad de trabajo y sacrificio de un hombre que posee uno de los mejores reveses de la historia y que traza trayectorias con sus golpes que más parecen dibujos de un arquitecto virtuoso que tiros de un tenista.
En una noche mágica en Melbourne, Novak frenó el ímpetu revolucionario de un Thiem que cada vez está más cerca de lograr lo imposible y prolongó un Grand Slam más la hegemonía del Big3. Ningún jugador nacido a partir de 1989 ha conseguido ganar un título de Grand Slam y solo Stan Wawrinka, Andy Murray y dos escaramuzas de Marin Cilic y Juan Martín Del Potro, osaron desafiar el poder establecido de tres bestias competitivas entre las que destaca en los últimos años Djokovic. El serbio es quien más títulos de Grand Slam ha ganado en los últimos tiempos, quien tiene ganado el head to head frente a sus más acérrimos rivales, el único que ha conseguido encadenar cuatro títulos de esta envergadura y el único que ha conseguido ganar todos los Masters 1000.
Pero más allá de cifras, lo más poderoso de Novak Djokovic es la sensación que transmite. Inabordable, imbatible. Cunde el desánimo ante los rivales al comprobar que solo se pueden contar con los dedos de una mano (y sobran) aquellos que pueden ganar al balcánico cuando éste juega a un buen nivel. Ciencia ficción es lo que parece necesitarse para sacar de su zona de confort a un hombre que se retroalimenta tanto de las victorias como de las decepciones, y que está dispuesto a culminar su cruzada particular por ser el mejor tenista de la historia. Durante muchos años quiso ganarse el cariño de los aficionados; ahora, parece haber renunciado a eso y el motor de su carrera es demostrar su grandeza a base de títulos y gestas. Ha caído uno más y a sus 32 años, da la sensación de que la cuenta puede seguir ampliándose sin un claro límite. Solo queda disfrutar.