Cuando era pequeño me encantaba esa película. No D.A.N.I.I.L., sino D.A.R.Y.L. Un niño que aparece de repente en un vecindario y una familia sin hijos lo acoge. El niño es estupendo y bueno y cariñoso. Y además es un impresionante superdotado. Luego resulta que D.A.R.Y.L. (Data Analizing Robot Youth Lifeform) es en realidad un experimento de inteligencia artificial del gobierno.
Pero es un robot con sensibilidad. Es tan buen robot que es más que humano. D.A.R.Y.L. es un replicante infantil capaz de procesarlo todo hasta la perfección. Al principio no parece ser muy inteligente, ni muy hábil. Pero en poco tiempo va mejorando para el asombro de todos, sin apenas inmutarse. Esto es un poco lo que le ha pasado en la cancha en los últimos tiempos no a D.A.R.Y.L., sino a D.A.N.I.I.L. Hablo de Daniil Medvedev.
Como a D.A.R.Y.L., a D.A.N.I.I.L. se le coge aprecio con facilidad. Su aspecto es agradable. Largo como su flequillo de estudiante de Oxford, de escritor de los cincuenta. Y tiene personalidad. Yo lo imagino caminando alegre en otoño con su gran zancada por el Trinity College con una bufanda larga al viento. Tiene la mirada como de haberlo pensado todo antes.
Goffin dice de él que no destaca por ningún golpe en especial, pero sí por su consistencia. En la final de Cincinnati, todo el tiempo parecía que el belga podía romper el partido a su favor. Hasta el mismo Goffin yo creo que lo pensaba jugada tras jugada, y sin embargo el que lo rompía era Medvedev. La sensación que me dio Goffin fue de una falsa e impotente superioridad.
El juego de D.A.N.I.I.L. parece anestesiar el juego de sus rivales. Como si les robara la energía en un apagón paulatino. Yo lo veía desgarbado correr hacia delante y hacia atrás y hacia los lados y pensaba que podía descoyuntarse, pero lo que hacía es asentarse con los dos pies sobre el cemento para devolver la pelota cada vez con sus aparentemente inofensivos golpes.
Yo lo veía golpear con la derecha liftada (una derecha larguísima y redonda, con una enorme parábola de molino) o el revés encogido a dos manos y me parecía ver salir la bola lenta, muy lenta. Perfecta para Goffin que parecía estar siempre al borde de hacerse con el punto, hasta que Medvedev, de repente algunas veces, poco a poco la mayoría de ellas, se lo quitaba.
Parecía que los puntos eran de Goffin. Que eran de su propiedad desde el inicio, y luego llegaba el ruso y se los quitaba con astucia, casi con magia por lo inexplicable, ante el aplauso del público. La inteligencia superior de D.A.N.I.I.L. se pudo apreciar con claridad en la semifinal ante Djokovic. La inteligencia superior y la determinación, donde los golpes no son ni mucho menos lentos sino imposibles de alcanzar.
Es esa apariencia suya de joven listo y simpático, de poeta audaz con fuertes convicciones desde niño, como aquella que aseguraba odiar a Federer, desear que perdiera siempre. Ese físico alargado y elegante es una novedad en el tenis. Una interesante novedad, entre otras cosas, por la versatilidad de sus poderes.
D.A.N.I.I.L. es un alto ágil que juega de maravilla en tierra y que se desenvuelve como un robot, como D.A.R.Y.L., cuando analiza, cuando procesa a los rivales en cemento. Y no es frío sino casi entrañable. Un joven apacible al que le gusta sentarse en un banco de piedra del campus centenario y contemplar el ocaso, mientras piensa matemáticamente, un decir, en las debilidades de Nole.
Ese flequillo con la raya al lado es un tenis en sí mismo. Es un signo de su clasicismo y de su juego adaptable, inclasificable y prometedor como uno de esos personajes de Tolstoi en Guerra y paz. Uno de esos jóvenes y alegres príncipes rusos que apuntaban siempre a un futuro sobresaliente desde un presente encantador.