
Deliciano. Así lo llamó una vez Judy Murray, la madre de su hoy compañero de dobles en Queens, Andy Murray. A ella le gusta verlo jugar y es verdad que es una delicia más allá de su atractivo físico, al que seguro que también se refería Judy.
Feliciano sigue ahí después de tanto tiempo apagándose muy poco a poco. Visualmente sería como una bombilla que comienza a fallar, a parpadear, y a veces aún produce hermosos alumbramientos. En El Padrino II, el joven Vito Corleone afloja la bombilla del rellano donde vive don Fanucci. Cuando don Fanucci llega, se la encuentra apagada y se acerca. La golpea con el dedo y la bombilla se ilumina, titilante. Don Fanucci la gira y la bombilla vuelve a alumbrar y de pronto lo ve: Vito Corleone le apunta desde las sombras con un revólver envuelto en una sábana para amortiguar el ruido del disparo. Vito lo dispara, antes de que la sábana se prenda fuego. Feliciano es hoy en día esa bombilla que tiembla y que en cualquier momento alguien puede girar e incendiar la hierba, como la sábana, igual que ayer en Queens.
Que se lo digan a Felix Auger-Aliassime, el joven prodigio canadiense que golpeó la bombilla y fue sorprendido entre las sombras. Hace algunos años, tuve la oportunidad de hablar con Ion Tiriac a propósito del Masters de Madrid, y, hablando de Nadal, me confesó sin que yo lo mencionara antes, que él al principio de todo pensaba que el español bueno no era Nadal sino Feliciano. Ese talento de Feliciano siempre ha sido objeto de miradas. Ese talento siempre ha sido turbador hasta el momento en que todo ese talento desaparecía en medio de la competición, como olvidado en mitad de la batalla, como arrasado por la guerra de la que parece que nunca quiso formar parte. El talento de Feliciano es como si fuera un talento no competitivo, y eso que le ha servido para ser uno de los veinte o treinta mejores jugadores de tenis del mundo durante al menos quince años.
No está nada mal, pero poco me parece a mí para lo que atesora, que a estas alturas ya se quedará ahí para siempre. Feliciano parece un jugador contemplativo. Como si, tras golpear la pelota con delicadeza, se parase a mirar su parábola, maravillado de su propia belleza, como embelesado, y eso lo desconcentrara, o le bastara a él sin contar con el resultado. Sólo he visto el fuego de la sábana de Corleone en la Copa Davis. Y quizá en Wimbledon y en Queens.
Le tocó sufrirlo a Aliassime después de mucho tiempo apagado. El joven Felix padeció la avalancha de estilo e inspiración imposible de superar. No sé si hoy Feliciano podrá volver a hacerlo ante Simon, pero tampoco importa mucho. O sí. Ganar en Queens dos veces sería un casi broche ideal a una carrera esencialmente bonita de ver. Queens es un torneo bonito. El club que parece un cottage. Esa pista delicada como su juego inofensivo. Esa pista que ha resistido a la guerra. Vagamente tumultuosa, familiar, exclusiva. Un decorado de James Ivory lleno de admiradores silenciosos del tenis de Feliciano. Un tenis oxfordiano, cambridgeano, con un toque mediterráneo. Un tenis clásico, de otro tiempo. Un tenis de número uno en los ochenta. Un servicio como el de Becker es lo único moderno y potente. Lo demás son impresiones, trazos, bellos movimientos. Y en el ínterin la lentitud pasmosa.
Todo produce un poco de pasmo, del bueno y del malo, en el juego de Feliciano. El revés cortado y cortante. El revés bello y cobarde que apenas se atreve a lanzarse. Esa derecha baja, como de McEnroe pero sin su mordiente. La derecha que se agota en el peloteo. La derecha que grita, desesperada: ¡Volea, volea...! La volea beckeriana, edbergiana, ivaniseviciana, rafteriana... La volea feliciana, ese compendio hecho a base de delicias que nunca se dieron juntas y se perdieron en el tiempo efímero y recobrado.