El primer punto de la final fue como conocer al fin a alguien en una cita a ciegas. Eso es lo que son los Rafael Nadal vs Novak Djokovic: citas a ciegas. Mariposas en el estómago. Nervios. Yo los sufro más por ellos que por mí, aunque los sufra yo.
Un partido de Nadal contra Djokovic es como aquella definición que hacía Hemingway del relato, la teoría del iceberg, por la cual un texto escrito debe reflejar tan sólo una pequeña parte de su significado, dejando el quid oculto bajo la superficie como un iceberg, del que solamente un octavo de su masa aparece sobre el agua.
Como esos siete octavos restantes sumergidos imagino yo la presión que soportan estos dos competidores espaciales. No es correr y golpear, eso es el octavo. Es pensar o tratar de no pensar. Esto son los otros siete octavos. El peso. Lo invisible. Es discernir con el debido temple y más allá en momentos de delirio y en escenarios para la historia.
Aquí cabe la frase del replicante de Blade Runner: “He visto cosas que vosotros no creeríais...”, porque naves en llamas más allá de Orión son Nadal y Djokovic, que sin duda hacen brillar Rayos-C en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhauser.
Afortunadamente todos esos momentos no se perderán como lágrimas en la lluvia, sino que permanecerán en nuestros afortunados recuerdos y en las benditas pantallas de Youtube. He empezado diciendo que el primer punto fue como conocer a alguien en una cita a ciegas, y así fue.
Ese punto lo ganó Djokovic con una dejada. Ese prematuro uso del recurso que tan bien ejecuta el serbio a mí me sorprendió. Fue casi como decir de viva voz: “quiero acabar con esto cuanto antes”. Fue una declaración de intenciones, como se vio después, a la que Nadal no prestó la mayor atención a pesar de que se la prestó toda.
Aquel comienzo novedoso debió de encender una lucecita dentro de Nadal, que se lanzó a tumba abierta sobre su rival a fuerza de derechazos y revesazos, disparos, flechazos, granadas, obuses y bombas de humo. Casi me pareció ver a Nole tratando de ver algo y de respirar entre la niebla del Campo Centrale.
Eso fue un primer set inédito dentro de la gran historia de estos duelos. Un capítulo singular. Su grandeza no podía dejar que nada más sucediera, aunque estuvo a punto. El número uno salvó tres, cuatro o cinco puntos de ruptura que hubieran casi sentenciado el segundo asalto y el partido por el lado del español, y sin embargo apenas a la primera oportunidad el serbio logró empatar la gran final.
Es este salvador de puntos de ruptura y de puntos de partido quizá la mejor definición del actual Djokovic. A las eternas reinvenciones del manacorense acompañan ahora la del serbio. Esta nueva gran versión no es aquella impactante de 2011, ni siquiera otras de años posteriores con similar dominio.
Este nuevo período que aún puede llevarle a conquistar los cuatro Grand Slam de forma consecutiva (aunque en años diferentes) quizá sea el período de efectividad máxima más alejado del brillo. Es un caminar victorioso sobre el cable. Djokovic gana y no parece que lo haga. No desde luego como antes. Pero gana. Caminó sobre el vacío contra un gran Del Potro (frente a quien nunca se sintió cómodo) y contra un gran Schwartzman y salió triunfador.
Este nuevo gran Djokovic parece inexpugnable. El rey del sufrimiento. El no muerto, el nunca muerto, el vampiro de la ATP. Cuántas veces pareció inexpugnable y cuántas su némesis, Nadal, nos anunció que no era así. La historia de estos dos es grandiosa. En un principio no parecía posible que el serbio superara nunca al español y lo superó. Luego de esto, no parecía posible que el español volviera a superar al serbio y lo hizo. Y en esas siguen. Son como los duelistas de Joseph Conrad y de Ridley Scott.
Siempre en momentos electrizantes. Bajo una tormenta de rayos invisibles que sólo ven ellos. Con el iceberg sobre sus hombros. ¿Han probado a jugar a tenis con un iceberg sobre sus hombros? Pues así juegan sus partidos Nadal y Djokovic, como si cargaran no sólo con la presión insufrible de sus enfrentamientos sino además con toda su historia a cuestas. La que aún se está escribiendo para disfrute de los aficionados.
No volveremos a ver nada como esto. Cuando acaben estos dos, no volveremos a vivir nada igual. Dejaremos de sentir esa incertidumbre vertiginosa del principio de la final de Roma o del momento en que Djokovic empata borrando el seis a cero anterior. La incertidumbre gozosa y terrible de no saber si el serbio mandará o el español resistirá el impresionante peso de su cabeza repleta de malos recuerdos.
Lo que sucedió es que Nadal reinició el bombardeo y Djokovic no pudo defenderlo. Todo tenía que terminar de alguna manera, como siempre, y terminó así. Se podría hablar de la insistente “dejadez” del número uno y de la insistente estrategia cambiante del número dos. En realidad, es como si se usaran el uno al otro como si fuesen peldaños de una escalera que llevara al Olimpo del tenis al que llegaron hace tiempo y no les fue suficiente.
Así lo han hecho y así siguen haciéndolo mientras asistimos alucinados al espectáculo. Quizá la cumbre de la rivalidad deportiva. La rivalidad llevada a su más intensa expresión, plena de matices, de semi ocasos y amaneceres esplendorosos como el de ayer, ese hermoso amanecer de Nadal, el noveno, sobre las colinas de Roma.