Siempre he sentido debilidad, casi fascinación, por los jugadores que parecían desperdiciar su talento. Supongo que, también, porque es difícil saber si de verdad lo desaprovechaban o ese era su límite, su verdadera capacidad, lo cual invalida un poco lo primero. Billy Wilder dijo que se es tan bueno como la mejor cosa que se ha hecho en la vida. Así que, haciendo caso al genio, podríamos decir que, a Marat Safin, ese talento en cascada, le dio tiempo a ser número uno y ganar en Nueva York y en Melbourne antes de que se secara el río.
A Nalbandián, por ejemplo, le dio para ganarle el Masters a Federer, hacer semifinales como mínimo en todos los Grand Slams y tener dos semanas de inspiración únicas a finales de año en Madrid y París en 2007. Las dos semanas en las que fue el mejor tenista del mundo. Marcelo Ríos fue el único número uno de la historia que no ganó un Grand Slam, pero cómo olvidar aquellos primeros meses de 1998. Quizá el padre de este grupo caprichoso (formado por algunos miembros más) sea Agassi, cuyo talento superior le llegó para ser uno de los mejores tenistas de siempre, a pesar de sus repetidas ausencias.
Las lesiones, las lecciones o quizá las maldiciones fueron algunos buenos motivos de que todos estos tenistas estupendos no alcanzaran las alturas que sus talentos prometían. Como si fueran poetas malditos. Poetas apenas sin libros, sin distinciones. Poetas de fama por los propios poetas, la mejor de las famas: la del gremio. Esas reuniones de poetas donde se recordaba un soneto, un verso, tan sólo una palabra. Pero poetas al fin, poetas con un poemario en su haber, con algún éxito sonado aun efímero. Eso de lo que siempre hablaron y hablarán entre poetas.
Recuerdo la primera vez que vi a Nick Kyrgios, contra Nadal en Wimbledon (hace ya demasiado tiempo), cuando tuve la impresión de reconocer a un diamante. Su puesta en escena era espectacular. Su potencia y agilidad, su estilo. El aspecto de aborigen hostil de un planeta desconocido. El exotismo y la fuerza, como si lo hubieran estado entrenando desde niño en secreto en una isla del Pacífico. Era apabullante. Me imaginaba a mí mismo en la piel de Nadal y sentía una especie de miedo. Un miedo mitológico a una criatura desconocida y poderosa.
Aquella tarde Kyrgios ganó a Nadal, en octavos si no recuerdo mal, para darse a conocer al mundo. Y eso fue todo. Lo que vino después fue una labor metódica (en su anárquica representación) de desmontaje de ese día. Nunca más Kyrgios estuvo a la altura de la magnífica expectativa creada durante ese partido en Londres. Todo lo demás han sido sólo momentos, detalles alargados, “renacimientos” sin consistencia, ramalazos, hasta el punto de que el título logrado hace unos días en Acapulco, el más importante de su carrera, apenas sea noticioso por los precedentes, como si ya no convenciera a nadie más allá de hacer saber que puede ganar alguna cosa y luego desmoronarse otra vez, como esta semana en Indian Wells.
Kyrgios ha sido famoso estos años por sus tonterías. Nadie hablaría de él de no ser por ellas. Y si hacemos caso a la frase de Wilder, Kyrgios es tan bueno como un ATP 500. Y, más allá de esto, nunca ha demostrado poder hacer realidad algo de lo que apuntaba aquel verano londinense, casi como un verano adolescente: aquellos reflejos del sol del atardecer sobre la hierba, la juventud, el ocaso, las sombras; ni tampoco que yo, o quizá también ustedes, piense en él con fascinación por su increíble talento desaprovechado, porque le faltan los sonetos y los versos y la palabra. Algún poemario, algún éxito sonado, aunque sea efímero. Algo de lo que hablen siempre entre poetas.