Cuando era pequeño me gustaba más ver los partidos femeninos que los masculinos. Luego al jugar imitaba los gestos de Becker o de Agassi al sacar o al moverme por la pista, pero aprendía viendo a las chicas.
Yo aprendía más viendo ese juego delicado, técnico y diverso. Yo creo que el mejor golpe que he visto en mi vida, y puede que también el más letal, es el revés cortado de Steffi Graf. El revés cortado de Steffi Graf era un arma de destrucción tenística.
No había manera de sobreponerse a dos o tres reveses cortados seguidos de Steffi Graf. Ese revés las echaba de la pista. Quizá las únicas jugadoras que supieron contrarrestarlo de uno u otro modo fueron Arancha Sánchez y, sobre todo, Mónica Seles, que era la contrarrestadora por antonomasia.
Entonces había muchas tenistas famosas, todas con una personalidad diferente, todas con su atractivo especial. Conchita Martínez siempre fue una de mis favoritas. Su clase absoluta mereció mayores triunfos, y eso que no fueron pocos.
Hubo una época dorada del tenis femenino, quizá iniciada (el apogeo) con la rivalidad entre Navratilova y Chris Evert. La variedad, la técnica y las personalidades. Esas eran las claves que se fueron perdiendo en el tiempo hasta casi desaparecer, sustituidas por una tenista tipo con un juego único de fondo sin matices.
Un tipo de juego que traía curiosamente (y sigue trayendo) campeonas a las que podríamos llamar One-Grand Slam wonder, en todo caso, como los grupos musicales de una sola canción. Jugadoras de las que se esperaban carreras exitosas que quedaron paradas tras alcanzar la cumbre una sola vez, o ninguna en muchas ocasiones.
No es tan exagerado, ni mucho menos, como decir que eran y son todas iguales, que se parecen mucho entre ellas: sus golpes, su manera de correr... como una moda en el vestir, pero es cierto que no recordaremos a estas tenistas como a tantas de antaño que incluso obtuvieron menores éxitos.
Herederas de aquella época son para mí Venus Williams y Sharapova. No sé por qué ni Henin ni Clijsters lo son. Tampoco Mauresmo, multicampeona también, ni Kuznetsova. Tampoco Serena con su colección de Grand Slams. No tuvieron ni tienen el halo.
Sí, en cambio, Sabatini y su revés a una mano. O Mary Pierce. Había algo especial en Mary Pierce, como una pátina de clasicismo y femineidad tenística. Hoy los tiempos son otros y no parecía haber esperanza más allá de las One-Grand Slam wonders hasta que apareció Naomi Osaka.
Osaka parece venida para salvar al tenis femenino de su cierto anquilosamiento. Osaka es la modernidad con el corazón de los noventa, dispuesta a escribir su historia a fuerza de golpes ganadores inverosímiles. Osaka nos devuelve el tenis femenino y lo reinventa.
Tiene la variedad antigua, la mente preclara y los golpes precisos y salvajes. Imaginativos, también. Qué ángulos. ¿Cómo puede enviar un golpe cruzado desde el fondo de la pista en medio de un duro peloteo que bote en el cuadro de saque y se pierda para siempre?
¿Han visto ajustar a la línea con parábola perfecta (casi se puede ver en esa curva, como si fuera una infografía, la evolución del tenis femenino por décadas), las rodillas graciosamente flexionadas, un revés paralelo que la rival sólo puede admirar de lejos?
Naomi es en sus gestos, en sus formas, una exótica y joven tenista de época a la que vimos desquiciar a Serena en el pasado US Open como si la fuera ganando, destrozando, poco a poco con los reveses cortados redivivos de Steffi Graf. No podían ser más diferentes esos reveses ni tampoco más iguales ambas esencias.