
Es día de sol y lluvia. Es jornada de cuartos de final. Y El torneo respira tenis de gala. Se entrena Nadal en la pista 12 y todo el público de la cancha contigua se gira para verle. Hay partido en esa pista, pero la presencia del número dos del mundo imanta todas las miradas. Nadie se quiere perder un movimiento del español, que se entrenó con un júnior portugués para prepara su octavo partido con Almagro, el tercero en los cuartos de final de Roland Garros. El mallorquín podría superar las cuarenta y nueve victorias que Borg tiene en Roland Garros, pero no piensa en los números. "Hay veces que se buscan demasiados récords. Algunos no son necesarios", explicó tras vencer a Mónaco.
Las caras de los tenistas júniors son los rostros de la ilusión. Llegan a un Grand Slam y se sienten impresionados por la enorme maquinaria que mueve un torneo de semejantes dimensiones. Todos sueñan con estar en unos años en el mismo lugar que Djokovic, Federer o Nadal. Y saben que el único camino pasa por dar pequeños pasos, por no dejar nunca de luchar. Se mueven sin agobios entre la gente que pasea por el interior del club y están encantados de atender a le prensa. Quizás, dentro de unos años, no puedan dar un paso sin ser reclamados por cientos de personas y sea necesario cruzar un duro trámite de agentes y jefes de prensa para robarles algunas palabras. Es el ciclo lógico de la vida aplicado al deporte.
Después de comer sonaron los tambores. Era la señal que anunciaba la pelea. La guerra se divide en dos escenarios. Djokovic batalla contra el mundo en la central y Tsonga vuela. Levita sobre la arcilla de París. El público francés le levanta del golpe inicial entre vítores y palmas. Parece una broma, pero el serbio salva cuatro bolas de partido y termina ganando una eliminatoria trampa. Lo vuelve a hacer, otra vez más. En Nueva York salvó dos bolas de partido ante Federer y terminó ganando el torneo. Fue el jugador número veintidós en conseguirlo. En París no ha ganado la corona, pero ha vuelto a tumbar al enemigo tras estar a segundos de morir. "Es la derrota más difícil de mi carrera. Nunca antes había perdido un partido con tantas bolas para cerrar", reflexionó Tsonga.
En la Lenglen hay tres guerras. La de Federer contra sí mismo, la de Del Potro contra sus dolores y la del suizo contra el argentino. Roger entra en la pista con la intención de ahorrar kilómetros. Como contra Ungur, Mahut y Goffin, el jugador suizo decide ahorrar energías. Y le sale mal. Del Potro es el mismo que le ganó la final en Nueva York hace años. No es un tenista cualquiera. Federer se desquicia. Hace gestos que activan las alarmas. Incluso manda a callar a la grada de forma enérgica, actitud completamente desconocida en el elegante tenista de Basilea. Del Potro resiste hasta que su físico aguanta. Luego intenta superar el dolor, pero la tormenta que le rodea es demasiado fuerte. Federer sobrevive, una vez más. Luego en sala de prensa diría: "No, no nací en Francia aunque lo hiciese cerca de la frontera. O eso me han dicho mis padres".
Mientras, en la pista número uno, la famosa plaza de toros, Moyà y Costa disputan su primer partido del torneo de leyendas. Es un encuentro en familia, con cien personas en la grada. El gran público se divide entre las dos pistas principales del torneo, salvo un puñado de bohemios reunidos en busca de recuerdos del pasado. Albert viste el polo que Federer utilizó en Madrid y su bellísimo revés a una mano corre por la tierra como en tiempos pasados. Grita cuando falla y recita en voz alta las decisiones equivocadas: "¡No era el momento de jugársela!", brama tras una derecha que se perdió por el fondo de la pista. ¡Era cruzada, no paralela!", se recrimina tras una mala decisión. Carlos, sin embargo, mantiene las cualidades que le llevaron a ser el primer número uno del mundo español. Su derecha es la misma de los viejos tiempos, aunque ahora no se cubre tanto el revés como en su etapa en la élite. La suma del drive de Moyà y el revés de Costa forman el cóctel perfecto.
"Tú estás acostumbrado a esto, pero yo estoy cagado", le dice Costa a Moyà cuando el partido se marcha al súper tie-break en el tercer set. "¡Bien sacado tío! ¡Bien cambiada la dirección¡", le dice al mallorquín tras un servicio que les dejaba con la victoria a dos puntos. La pareja española termina ganando, pero su futuro en París no es sencillo. El sábado disputarán el próximo compromiso, ante Pioline y Santoro. Una cita de altura. "No es tan fácil. En dobles no importa tanto el físico", resume el exnúmero uno del mundo.
La última parada del día es emotiva. Una mezcla de sentimientos. Tenis en silla de ruedas. La primera impresión es sobrecogedora. Quizás por lo desconocido de la modalidad, o quizás por comprobar como la voluntad es capaz de vencer las barreras del cuerpo humano. La destreza de unas manos ocupadas en desplazar la silla y golpear la raqueta es increíble. Hay dos entrenadores que van lanzando bolas, pero los tenistas tienen la destreza suficiente para hacer la práctica sin ayuda externa. Deslizan por la superficie con una estructura metálica que suple la carencia de unas piernas, supliendo su función a la perfección. Es la lucha de los sueños por encima de la razón. Un abanico de valores que no se conocen, que no están ahí. Es tenis, al fin y al cabo. Aunque no se vea por televisión y no aparezca en los periódicos. Y merece la pena.